¿Santa Ana, San Jorge y San José?

17 de noviembre de 2025
6 minutos de lectura

«Donde la lujuria va delante, el espíritu se queda atrás» (Santo Tomás de Aquino)

A. Ecos Fugados

Los nombres de la trinqueta de delincuentes de esta crónica (Ana, Jorge, José) son seudónimos cuyo propósito es garantizar que su clandestinidad y obscenidad sean juzgadas únicamente por Dios. Estos agresores hijos de Satanás han hecho un daño incalculable a un esposo inocente que nada les debe y nada les ha hecho, convirtiéndose en reos no solo del delito y pecado de adulterio, sino de todos los ilícitos cometidos en contra de este hombre, quien solo quería tener un hogar y una esposa bajo el diseño de Dios.

Los hombres solapados, Jorge y José, desconocidos por la víctima de esta crónica, se han ocultado cobardemente en la clandestinidad y el anonimato, configurando un claro agavillamiento y un concurso de delitos continuados tipificados en el ordenamiento penal cometidos en contra de este Señor, un hijo de Dios. A quien Ana ha deshonrado e irrespetado por más de 32 años y no tiene espíritu de enmienda porque ella no está contrita.

El presente relato se basa en el doloroso testimonio de hechos reales obtenidos a través de confidencias íntimas (fugas de información) surgidas directamente de los «ecos» del Camino Neocatecumenal, donde la vida de Ana y sus transgresiones quedaron expuestas. El relato evidencia que la fuerza de su vida ilícita ha sido más potente que el compromiso con la moral cristiana profesada en ese camino.


I. El desmantelamiento del hogar: la siembra de la tristeza

El silencio y la tristeza que sembraron Ana, Jorge y José en ese hogar es un grito desgarrador y permanente, un espacio donde la traición ha dejado solo vacío y desolación. El otrora hogar ahora es un osobuco: un hueso seccionado, vaciado de su médula vital y cocido a fuego lento, donde solo queda la estructura inerte y rota de lo que fue vida. Solo una lucidez implacable somete al esposo a presenciar este colapso, viviendo un dolor que, como una herida abierta, lo hace llorar de pena y desear que la luz se apague y se le acabe la vida. La traición de Ana no es un error fortuito ni un resbalón emocional, es un acto de voluntad fría y calculada, una firma consciente sobre el acta de defunción de la familia que juró proteger. Ella ha canjeado el santuario del matrimonio y el deber sagrado por la alcoba fugaz del oprobio, eligiendo con absoluta frialdad el abandono de los suyos y de la prole que parieron, por el espejismo de una pasión vana y múltiple que consume su alma.


II. El vastísimo memorial de la lujuria y la máscara de santa

La memoria más lacerante es la constante visión de cómo Ana vuelca una devoción patológica y enferma sobre los hijos nacidos de su desorden, mientras le niega la dignidad y el afecto a la sangre que lleva su propio apellido. Esa casa, que debía ser un refugio y cimiento, se ha profanado porque Ana se convirtió en el vasto memorial de su propia lujuria. Ana ensució la dignidad del hogar y se ensució a sí misma con la inmundicia del pecado, trayendo consigo enfermedades y embarazos ocultos de varones ajenos a su esposo. Su cuerpo, rechazando el producto del adulterio, abortaba estos niños —un castigo del cielo y un mensaje directo de Dios que ella no ha querido captar—, incluyendo la niña que había pensado llamar Guadalupe. El nasciturus es inocente, y el cielo lo recibe, pero Ana no solo ha infectado a su marido en múltiples ocasiones, sino que ahora consiente que la adoración por la carne y el culto insaciable a la satisfacción inmediata se conviertan en los nuevos dioses de su altar, profanando cada juramento con el hedor del adulterio sucesivo. La verdadera tragedia del esposo fiel es ver cómo Ana se consume en el fuego de su propia elección, manteniendo su máscara de Santa y utilizando la apariencia de víctima para deshonrar a su cónyuge.


III. La vocación irrefrenable: el celo permanente como condena

Es crucial recordar las sentencias inamovibles que rigen la moral, pues la sabiduría ancestral lo advirtió con rigor y claridad meridiana: «La mujer sabia edifica su casa; mas la necia con sus manos la derriba» (Proverbios 14:1). Ana, tú eliges ser necia. Con tus propias manos y tus propios designios, desmantelas esta estructura. No eres una víctima de la seducción; tú siempre estuviste presta a ser seducida, en una versión perversa del eslogan: «siempre lista para la lujuria». Tu condición ya no es cíclica, sino patológica: vives en un celo permanente —como las perras o como los animales— que anula toda voluntad y moralidad. Has descendido al nivel de la biología más básica, haciendo de tu cuerpo un instrumento para el placer sin propósito reproductivo. Tu vocación es irrefrenable para la degradación moral y la corrupción, y para la entrega total al deseo, porque tu propia carne te condena a la búsqueda insaciable, como si la naturaleza te hubiera impuesto una enfermedad de la lujuria que te mantiene en estado de perpetua disponibilidad.


IV. El peso aplastante del consentimiento íntimo

La responsabilidad recae sobre Ana con un peso tan aplastante como si llevara un vagón de tren sobre la espalda, porque la destrucción del hogar tiene origen exclusivo en su consentimiento íntimo y en su deseo deliberado de transgresión.


V. ¿Acaso treinta y dos años de adulterio no han sido suficientes para colmar vuestra lujuria?

El límite del deshonor ya se ha rebasado, y con creces. Ana, y los cómplices de su bajeza, ¿acaso treinta y dos años de adulterio no han sido suficientes para colmar vuestra lujuria? Estos hombres carecen del más mínimo sentido de decencia. ¿Dónde reside la hombría, el sentido común más elemental y la mínima fibra espiritual de estos sujetos que actuaron como lobos en celo? Ellos arrancan a la mujer del hogar, se la arrancan al esposo y ahora la poseen en turnos en ciclos continuos, permanentes y sostenidos de desenfreno indecente a sabiendas porque tienen conciencia cognitiva de eso, de que han destruido un hogar, un matrimonio y han hecho del marido un mártir. Arrasan con un hogar, hieren a un hombre que jamás les ha hecho daño ni les debe nada; por el contrario, ellos le deben a este hombre el honor y la paz que le han robado. No solo escuchan las mentiras de Ana para legitimar su escape, sino que con perversidad le susurran orientaciones y palabras de veneno para que ella ofenda y quebrante verbalmente a su marido, consumando la destrucción total. Ella, no obstante, con esa vocación de corrupción que la define, se alegra de hallar secuaces y coautores en su propia concupiscencia.


VI. El peso de la culpabilidad (40/60)

Tus cómplices, esos que como lobos en celo acechan y depredan matrimonios que deben respetar, cargan con el 40 por ciento de la responsabilidad por la ejecución real y manifiesta del arrasamiento de un hogar, un matrimonio y una mujer ajena, exhibiendo un comportamiento lujurioso propio de Asmodeo. Y lo más grave es que tú, Ana, desconoces cuántas otras mujeres existen en las vidas de Jorge y José, con cuántas hacen lo mismo, mientras irrespetas a las parejas visibles de ellos. Sin embargo, el peso mayor, el sesenta por ciento del colapso moral y espiritual, te pertenece a ti, Ana.


VII. El juicio de las almas: el cendaval eterno

El esposo tiene revelaciones. Dios le muestra cómo su esposa Ana arde por la eternidad junto a sus dos acólitos de la inmundicia. El destino de esta mujer ya está grabado en el juicio de las almas. Dante Alighieri reservó el Segundo Círculo de su Infierno para los lujuriosos. Es allí donde Ana, Jorge y José serán arrastrados sin descanso por el vendaval eterno. Así es el castigo previsible para quienes entregan voluntariamente su alma a Satanás por la lujuria, destinándose a los caldos y fuegos eternos.


VIII. La náusea del agotamiento: un cuerpo, una sosa de olvido

Ana, tu rostro se adueña de la máscara: el ceño de la ingenua, la voz de la santa, mientras tu alma se regocija en la inmundicia del pecado. Tú te entregas a los placeres de la lujuria por propia voluntad, haciendo realidad aquello de lo que Gabriel García Márquez habla en Memoria de mis putas tristes: una entrega total al placer carnal. Pero esta alegría en el pecado ha sido una estratagema del Diablo para quedarse con tu alma. Tu cuerpo es una fosa de olvido. Aunque careces de la fuerza moral y espiritual para desprenderte de la inmundicia, tu alma ya experimenta la náusea del agotamiento. Has vendido tu templo a la gula de la carne insaciable, y al final, te sientes tan degradada y vacía como esa actriz que confiesa: «Mi cuerpo es un hueco, sin valor y hecho una basura«. Tú autorizas la apertura de la puerta. Tú invitas a la inmundicia de la mentira a instalarse en el umbral de tu alma, y él toma posesión de tu destino.

Y ahora, ¿qué queda? Solo el vacío absoluto, y el recuerdo amargo de esa elección. El dolor es un lamento, sí, pero también es una censura precisa que te señala: tú construyes y luego, por lujuria, lo destruyes. La pérdida de tu alma es la mayor tragedia. La culpa de este derrumbe es tuya, y tuya sola, por no haber resguardado la llave del santuario.


Sub umbra floreo.

«Lo que hacemos en vida, tiene su eco en la eternidad» (Marco Aurelio)

Dr. Crisanto Gregorio León Profesor Universitario

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