René callaba pero se veía a la legua que no era feliz en La Yedra porque todos los que vivían allí estaban como ausentes. Las casas cerradas, los setos altos… sólo un ladrar de perros de vez en cuando quebraba la monotonía del silencio. Ya se daba cuenta René que hay silencios para escuchar y silencios que dan miedo porque nada hay detrás de ellos, acaso la muerte agazapada.
De llevarles churros los domingos, René había hecho algunos amigos, muchos mayores que él, en los tres largos meses de vivir fuera de Baeza.
Don Alipio era uno de ellos, solterón de pelo blanco pegado a los setenta. Vivía con un ama de llaves, mucho más vieja que él, que arrastraba los pies por los muchos pasillos de la casa. Al parecer don Alipio había hecho fortuna comprando y vendiendo ron que traían los barcos desde Cuba. Allí conoció a Pascuala y la contrató de palabra para que se hiciese cargo de la cocina, de las ropas, de su casa en La Yedra. Aunque lo cierto es que Pascuala no estaba ya en condiciones de hacerse cargo ni de sí misma. Las debilidades propias de la vejez las unía Pascuala a su mal carácter de siempre que convertía en ternura cuando don Alipio la sorprendía hablando sola y enfadada.
Muchas horas de la mañana se le iban a don Alipio en contemplar el movimiento de los pájaros que danzaban sin cesar en la anchura de su jaula grande. El resto del tiempo leía, rezaba o ponía la radio a la hora de las músicas. Porque la política de 1910 se parecía más bien a una bailarina enloquecida sin nuevos ritmos que ofrecer. Un año después de la semana trágica de Barcelona, el rey Alfonso XIII permitió a don José Canalejas que convocara elecciones, las ganó y comenzaron otra vez, con los demás partidos, los disturbios… Menos mal que la música y sus recuerdos estremecían a don Alipio en una serena y envolvente esperanza.
A los pájaros les daba de comer alpiste, trozos de manzana, hojas de lechuga y pequeñas bayas, como los arrayanes, que crecían debajo de las piedras azules de su casa. Los pájaros también jugaban en sus trampolines y albolafias, saltando entre alegrías sobre los cubiletes del agua. Pero René, cada vez que iba los domingos a llevarle los churros a don Alipio se detenía mirando la esclavitud de aquellas avecillas que nunca podrían atravesar la barrera de los filamentos. Se imaginaba René estar él en casa siempre sin que pudiera salir con los amigos a jugar. Y se llenaba, a ratos, de respetuosa tristeza.
Don Alipio se dio cuenta de su dolor de niño y, con suavidad de amigo viejo se adelantó a responder a René lo que René nunca le hubiese preguntado:
–Aunque no te lo imagines, René, he probado algunas mañanas a abrir la jaula para que se vayan los pájaros que quieran. Y ellos, sin que nadie les obligue, han decidido quedarse dentro, temiendo, quizá, no encontrar afuera este reposo que da la sombra de la parra ni estos caprichos de comida que les procuro. Puede que tampoco reciban en otros vuelos el cariño callado que les brindo.
-A alguien estaba deseando decirle, amigo René, que la mirada es también un pájaro que se va o se esconde, según para qué y cómo, dentro de un espacio pequeño. La luz que sale de los ojos y que regalamos a los demás, querido René, es parecida a un pájaro que se oculta en cualquier corazón como si fuera una jaula con las puertas inútilmente abiertas.
René no se creyó eso de que los pájaros se quedaran allí, encerrados, con la puerta de la jaula abierta. Aún no sabía René que la libertad sin destino da vueltas y vueltas sobre la propia incertidumbre. Mucho más tarde descubriría que ser libre es entregarle a Dios las riendas de nuestra esclavitud.
…Y de tanto hablar, a don Alipio no le quedó más remedio que desayunar frío el café con leche mientras los churros temblaban en su mano cansada.
A pesar de todo, René quiso comprobar disimuladamente si era verdad que estaba abierta la jaula grande de los pájaros para que se sintieran libres. Permaneció un largo rato deleitándose en la zozobra de los animalillos, que preferían la costumbre del amor seguro y la comida abundante a volar por otros cielos donde quién sabe si encontrarían una rama donde posarse o una hoja grande que les cubriera en los inviernos. René entendió a sus años que don Alipio tenía razón pero que a él le seguían dando miedo las jaulas donde no pudieran estremecerse las voluntades. Más bien prefería conocer las anchuras del mundo a quedare ahí, quieto y cómodo, como los pájaros de don Alipio, que se tapaban los oídos para no escuchar las desventuras interminables de Pascuala.
Conocemos las dotes de narrador de P.V. En un pequeño fragmento nos sitúa en el lugar exacto de las personas y de todo lo que las rodea. No hay una sola frase inútil o un objeto que no tenga carácter principal en el relato. Nos abre la curiosidad de saber más. He leído otras obras de este magnífico escritor y nos hace sentir con su brevedad y precisión lo que otros necesitarían enciclopedias enteras.
Me gusta como relata el señor Duende. Es muy agradable lectura.
A mí también me gusta como escribe el señor Villarejo.