Cuando el maestro llamó a Adolfito para preguntarle si había sido él quien derramó la tinta de los tinteros, respondió con alboroto: ¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido!… y expuso su cara aprendida de cínico doliente para ser creído, sólo que las manchas de tinta en sus dedos y en el puño de su camisa le delataron. El maestro, entonces, escribió en una octavilla que Adolfito llevaría a sus padres: “Estimados señores de Gómez-Pardo: lamento solicitarle el costo de la tinta que, deliberadamente, ha derramado su hijo y que asciende a 25 pesetas. Suyo afectísimo”… Descorro la memoria de 1955.
Al llegar a su casa, con la carta doblada del maestro, insistió Adolfito que él nada tuvo que ver con los tinteros volcados en los pupitres, que había sido Antolín su compañero… un alpargatazo de esos que se daban antes esculpió en morados el trasero de Adolfito que, al despojarse de los pantalones para la ducha, no se había dado cuenta de que, hasta en la bragueta, le había salpicado la tinta.
¡Yo no he sido!… En muchas ocasiones hemos sido cómplices de la tinta volcada. O de cómo la derramaban otros impunemente, sin que quisiéramos evitarlo por comodidad o desaliento. Ahora comprobamos de nuevo cómo la vida está manchada y lejos, muy lejos, la lavandería.
Pedro Villarejo