CARLOS MLADINIC
No será fácil, pero si seguimos posponiendo esta discusión, el costo ya no será solo económico, sino político y social. Reformar no es claudicar. Es liberar el potencial que llevamos décadas amarrando con cinta roja.
Hay palabras que dicen más de lo que aparentan. “Permisología” es una de ellas. Nació en Chile, y aunque suene creativa, es un invento que traiciona al idioma. El sufijo “logía” alude al estudio de algo, no a su exceso ni a su carga. Si quisiéramos ser más precisos, deberíamos hablar de “permisoitis”, una dolencia que no solo entorpece trámites, sino que puede debilitar la musculatura misma del crecimiento.
Esa enfermedad no es solo nuestra. En los países de la OCDE se llama red tape, por las cintas rojas que ataban los documentos oficiales en el siglo XVI. El símbolo se mantiene, pero lo que está en juego ha cambiado: ya no se trata solo de papeles, sino de barreras invisibles que frenan la inversión, impiden innovar y, peor aún, castigan con más dureza a quienes tienen menos herramientas para sortearlas.
Porque sí, la burocracia desbordada es un impuesto silencioso. Afecta a todos, pero no por igual. Las grandes empresas cuentan con departamentos legales, lobbistas y tiempo. Las PYMES, en cambio, tropiezan con formularios, duplicidades y esperas que muchas veces sepultan ideas viables. Y cuando un permiso que debiera demorar seis meses termina tardando 49, como ocurre con ciertas autorizaciones de la Dirección General de Aguas, uno se pregunta si el sistema está diseñado para facilitar o para desmoralizar.
El problema es estructural, y no menor. Según el CEP, si Chile lograra reducir de manera integral las trabas que hoy reportan las empresas, podríamos crecer 0,7% más cada año durante la próxima década. No es magia. Es hacer que las inversiones que ya están interesadas en el país no se vayan a otra parte. Porque el capital, como el agua, busca el cauce más expedito.
Más allá de la eficiencia, hay un ángulo ético que no conviene perder de vista. Cuando el Estado se vuelve opaco, lento o arbitrario, se abre espacio para lo que algunos eufemísticamente llamaron facilitation payments, y que en la práctica son sobornos disfrazados. Durante años, incluso se contabilizaban como gastos deducibles en ciertos balances corporativos. Hoy, por fortuna, están prohibidos por la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. Pero el terreno fértil para la corrupción sigue siendo el mismo: trámites innecesarios, plazos incumplidos, interpretaciones contradictorias.
También está el costo humano. La saturación normativa no solo agobia al ciudadano; mina la motivación de los funcionarios públicos que quieren hacer bien su trabajo, pero se ven atrapados en un engranaje que no premia la eficiencia, sino la adhesión al procedimiento. Y cuando el sentido común queda subordinado a la forma, la frustración crece a ambos lados del mesón.
Por eso fue tan relevante el estudio de la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP). No se quedó en generalidades. Identificó 439 procedimientos vinculados a la inversión, con 309 permisos clave repartidos entre 71 organismos distintos. De esos, 63 son considerados críticos por su potencial para trabar proyectos. Y el dato que inquieta: los permisos más complejos pueden tardar hasta 17 meses y tienen una tasa de rechazo del 30%.
Lo preocupante no es solo la cifra, sino la señal: en 2023 cayó la entrada de nuevos proyectos al sistema de evaluación ambiental. Una señal de agotamiento, no del mercado, sino de la paciencia de quienes apuestan por Chile.
¿Qué propone la CNEP? Una hoja de ruta con seis ejes, todos sensatos:
¿El impacto? Una reducción de hasta 30% en los tiempos para grandes inversiones, y de hasta 70% en proyectos públicos o de PYMES.
¿Significa esto renunciar a los controles ambientales o sanitarios? De ningún modo. La idea no es eliminar reglas, sino hacerlas más razonables, proporcionales y transparentes. Porque un sistema que impide el desarrollo no protege: posterga. Y cuando el desarrollo se posterga, también se posterga la justicia social.
Tenemos que decidir si queremos seguir atrapados en una lógica de sospecha permanente o si somos capaces de diseñar instituciones que confíen más en la capacidad técnica, la trazabilidad digital y el criterio. No se trata de quitar el freno, sino de no ir todo el camino con el pie encima.
El crecimiento no es un fin en sí mismo, pero sin crecimiento no hay con qué financiar derechos ni reparar inequidades. Destrabar el aparato público no es claudicar ante el mercado, es liberar energías que hoy se diluyen en el papeleo. Es creer que otro Estado es posible: más ágil, más justo y menos laberíntico.
No será fácil, pero si seguimos posponiendo esta discusión, el costo ya no será solo económico, sino político y social. Reformar no es claudicar. Es liberar el potencial que llevamos décadas amarrando con cinta roja.
*Por su interés, reproducimos este artículo escrito por Carlos Mladinic, publicado en El Mostrador.