San Juan de la Cruz. El poeta más alto. El Santo más admirable. Capítulo 9. A partir de 1560

6 de octubre de 2024
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San Juan de la Cruz. | Fuente: Picryl

ENFERMOS DE DÍA, LATINES DE NOCHE

Seguramente lo más destacado de cada biografía se desarrolla en las sombras. Hay episodios en que los estudiosos se enmarañan entre datos de biblioteca, testigos apasionados, precisas fechas que obtienen en los descubrimientos de un papel olvidado… A mí me interesa, sobre todo, el alma de los hechos, colocarme en la esquina justa y ver pasar, más que a los hombres, la polvareda que van dejando. Este es el caso de San Juan de la Cruz. Este es el caso y la novedad de la biografía que nos ocupa.

Si don Alonso Álvarez de Toledo se ha fijado en Juan de Yepes para consuelo de los que nadie visita temiendo contagiarse, es sin duda porque ha visto en él a un joven sin la tortura de los miedos. Más que inconsciente, Juan es libre. Libre, especialmente, para la caridad. Ahora nos toca enmarcarlo en unos años de escasísimos datos, por los que pareciera que el silencio es la mejor palabra asomada sólo a lo profundo.

¿Diecisiete, dieciocho años?… El padre Bruno de Jesús María nos refiere que en aquel tiempo Juan de Yepes atraía por su actitud reflexiva pero, sobre todo, por su rostro. Un óvalo ligeramente redondo, una tez morena y soleada, iluminada por dos grandes ojos negros. Frente alta y ancha con las cejas dibujadas en arco, nariz casi aquilina. Un conjunto de nobleza y de paz profunda que recuerda ciertos cartujos de Zurbarán. En Juan de Yepes había verdadera raza. Es muy posible que Alonso Álvarez de Toledo se haya fijado en él, tanto por sus cualidades, como por su encanto personal. Hasta que alcanzó sus veintiún años el hijo de Catalina, por su propia voluntad, trabajará a sus órdenes en el Hospital de la Concepción. (1)

Sea cual fuere el motivo por el que accedió Juan de Yepes a trabajar con los apestados, lo cierto es que no era común en los jóvenes semejantes disposiciones de solidaridad.

Su menester consiste en desarrollar un horario largo entre la mañana y la tarde con intervalos para un descanso que no termina de llevarse a cabo porque, a veces le reclaman para ayuda de los enfermeros, es decir, para quitar y poner sábanas manchadas por la desgraciada enfermedad, limpiar de algodones los pasillos, asear las heridas y dibujar un rostro de comprensión, ayuda y esperanza, en quienes sufren el espantoso escalofrío de la soledad. Y seguir pidiendo en la calle, lo más doloroso, con la misma dignidad que socorre.

Todo esto no es posible llevarlo a cabo libremente si no es porque en su alma ya se están dando los apasionamientos de La Noche que nos refiere Paul Valery:

La fe exige o se crea esta noche, que debe ser la ausencia de toda luz natural. Y el reino de estas tinieblas que pueden disipar las luces sobrenaturales. Lo que importa, por consiguiente, por encima de cualquier otra consideración, es aplicarse para conservar esta preciosa oscuridad, preservándola de toda claridad, figurada o intelectual. El alma debe ausentarse de todo lo que conviene a su naturaleza, que es lo sensible y lo razonable. Solamente bajo esta consideración podrá ser conducida a una contemplación muy elevada. Permanecer en la noche oscura y mantenerla dentro de sí debe consistir, en consecuencia, en no ceder en nada al conocimiento ordinario, ya que todo lo que el entendimiento puede comprender, la imaginación forjar, la voluntad ambicionar, todo ello es muy diferente y desproporcionado de Dios.

El sordo grito, inacabado aún, por trenzar su tiempo de noche en la enfermería con la unión de Dios tiene, en esta circunstancia, su expresión anticipada del despojo que será su quehacer desde ahora, camino de la luz.

Don Alonso Álvarez de Toledo descubre en Juan de Yepes, a la par que una caridad contagiosa, un raro entusiasmo por la cultura y reconoce que, de continuar tantas horas en el hospital, no le será posible desarrollarlo. Le propone, entonces, la libertad de junas horas que Juan aprovecha para estudiar en el Colegio, recién creado, de los padres jesuitas.

Hasta 1530, a sus cuarenta años, todavía era Ignacio de Loyola un perfecto desconocido. Él mismo dice que, hasta los veintiséis, fue un hombre dado a las vanidades del mundo y a la trasgresión de la moral y de las leyes. Tuvo que ocurrirle una desgracia, defendiendo Pamplona contra los franceses, pata que se obligara a leer La vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, y entrar de lleno en lo que Santa Teresa de Jesús llamaba su primera conversión. Comienza, entonces, una vida de penitencia y estudio que pronto le llevará a fundar unas de las Órdenes Religiosas que más gloria han dado a la Iglesia: la Compañía de Jesús. Sus Ejercicios Espirituales –lo único que escribió—siguen dando la vuelta al mundo gracias al sabio manejo de sus hijos.

A Medina del Campo llegaron los jesuitas en 1551, instalándose en la calle de Santiago, muy cerca del Hospital de la Concepción donde Juan tiene un rato por la mañana y otro rato por la tarde libres para el estudio.

Según el padre Crisógono, nuestro santo debió comenzar los estudios de latín, griego y retórica con los padres de San Ignacio en 1559, con grandes resultados. Francisco, su hermano, así nos lo asegura: Juan, en pocos años, dióse tan buena maña en sus estudios, ayudándole en él Nuestro Señor, que aprovechó mucho en poco tiempo.

Trabajo le costó a Juan de Yepes simultanear los libros con los enfermos. En ambos, agradece el oficio del Fuego divino que ensancha la inteligencia y purifica la voluntad, mientras se defiende, como puede, de una fuerza increíble que le lleva y le trae por los caminos de la entrega, sin acertar aún el chorro del agua con la sed. Son años de oído atento, de interpretar la respiración de los enfermos, de abrirse el alma con la llave de los estudios. Son años de misterio que la llama enciende sin que pueda verse clara la claridad.

En tanto, Catalina y Francisco, Ana y los hijos que Dios les va dando, no se levantan de su pobreza. Continúan siendo una familia de burateros, cuyo trabajo los remedia apenas de la más urgente necesidad. Recogidos en la monotonía de las sedas, a los Yepes, sin embargo, no les baja la fiebre de servidores:

-Te traigo, madre, este niño de nadie que me encontré en un portal esta mañana. Hasta que podamos darle lo caliente de unos pechos vivirá con nosotros: un hijo más. Fíjate cómo nos mira, si paree que ha nacido para que lo queramos.

El padre Caro, confesor de Francisco de Yepes, decía de él: Tan grande santo es Francisco como su hermano… Sólo Dios conoce el secreto de las calidades, aunque es verdad que en aquella Medina de las ferias y los despilfarros, de los Colegios y de los Hospitales; en aquella Medina donde se juntaba la miseria y la grandeza, una familia, sin saberlo del todo, está sacando del pecho sus palomas.

El duende

(1) Bruno de Jesús María

San Juan de la Cruz

Descleé de Brouwer 1947

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