Una defensa técnica amordazada

18 de diciembre de 2025
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«La libertad no es la ausencia de compromisos, sino la capacidad de escoger… y de soportar el silencio que conlleva la mordaza.» — Albert Camus

En los anales de la jurisprudencia moderna, pocas naciones pueden ostentar un sistema tan peculiar y, se diría, eficiente como el de Torenza, especialmente en su renombrada División de Tribunales de Género. Mientras el resto del mundo se afana en debates sobre equilibrios procesales y la caduca presunción de inocencia, Torenza, con su proverbial ingenio, ha resuelto estas viejas disputas con una economía de pensamiento que solo puede calificarse de audaz.

El eje central de esta maquinaria reside en la figura del fiscal del Ministerio Público, un personaje que no solo encarna la noble búsqueda de la verdad, sino que, en un giro dramático y profundamente eficiente, asume también el papel de acusador principal. Es una conjunción de roles que, a ojos de un observador extranjero inexperto, podría parecer una «perversión del Yin y el Yang», como algún comentarista ha sugerido con cierta ligereza. Pero en Torenza, se le ve como una síntesis magistral. Se le exige, con la solemnidad debida, que sea el custodio de la «buena fe» procesal, el guardián de la rectitud moral en el procedimiento. Al mismo tiempo, se le encarga la tarea de blandir el martillo de la acusación con un vigor que solo el convencimiento íntimo de la culpabilidad puede inspirar.

Este fiscal, a quien algunos ilustradores locales han retratado con alas sombrías y una expresión que evoca al mismísimo Caín, tiene el arduo trabajo de ser, simultáneamente, el faro moral y la guillotina. Una tarea titánica que simplifica enormemente el proceso: ¿para qué dividir la carga si una sola persona puede llevarla toda, con un resultado tan predeciblemente expedito? Es el fin de ese molesto concepto de «imparcialidad» que tanto tiempo hacía perder en otras latitudes.

El contrapunto necesario para este drama legal es la figura del abogado defensor. Y aquí es donde la sutileza de Torenza brilla con luz propia. La defensa, aunque teóricamente vital, es tratada con una delicadeza singular. En la sala de audiencias, mientras el Fiscal despliega su narrativa inquebrantable, el Abogado Defensor es invitado a participar con una formalidad exquisita. Sin embargo, en un gesto de previsión para evitar cualquier interrupción intempestiva del orden y, más importante aún, de la narrativa fiscal, se le coloca suavemente una mordaza de cuero fino, asegurando así que su expresión corporal (gestos, miradas de reprobación) pueda hablar con mayor elocuencia que cualquier palabra que pudiera distorsionar el ambiente de serena acusación.

La escena cumbre de la paradoja ocurre cuando la Jueza de Género, una distinguida dama de pelo albo y paciencia casi infinita, se dirige al defensor silenciado y, en un acto de insolente burla judicial, le pregunta con tono mesurado: «¿Desea usted, letrado, plantear alguna pregunta a la parte acusadora o al tribunal?» El espectáculo es completo: la Jueza formula la interrogante constitucionalmente obligatoria a un hombre cuya boca está sellada. La respuesta, claro está, se limita a un resonante silencio y a un murmullo amortiguado, interpretado por el tribunal como una aquiescencia solemne y un reconocimiento tácito de la inutilidad de su función.

Para garantizar que esta atmósfera de serena sumisión se mantenga, Torenza ha perfeccionado el rol del alguacil. Este funcionario no es un mero portero; es, más bien, un vigilante constante de la libertad de expresión de la defensa. Se le instruye para que, con una mano firme y discreta, mantenga al Abogado Defensor en una posición cómoda pero estratégicamente controlada. Es un arte sutil; el Alguacil no lo agrede, lo sostiene, garantizando que el fervor de la justicia no lo impulse a cometer la imprudencia de mover un músculo o levantar una ceja en desacuerdo. Es el garante físico de la «libertad» de expresión, que en Torenza, se entiende mejor como la ausencia de expresión.

Finalmente, la pieza central del rompecabezas: el acusado varón. La ley, aunque no lo declare de manera explícita, se ha asentado en la tradición de que la simple identidad de género del acusado constituye una prueba suficiente para iniciar y concluir el proceso con la celeridad que el interés público exige. En los Tribunales de Género de Torenza, la presunción de inocencia es una flor exótica que, si bien se menciona en los libros de texto antiguos, rara vez florece en el clima judicial actual. El acusado varón es culpable, no tanto por sus actos documentados, sino por su potencial para el acto, una presunción preventiva y profundamente moral que ahorra meses de engorrosas investigaciones.

El sistema de Torenza es, pues, una maravilla de la ingeniería legal. Ha resuelto el molesto problema de la defensa enérgica, ha simplificado el rol del Fiscal a un dualismo dramático, y ha acelerado la justicia al hacer de la identidad la única evidencia necesaria. Si bien algunos críticos poco informados podrían hablar de desequilibrio o injusticia, la verdad es que en Torenza, han alcanzado una forma de justicia tan pura y tan inevitable que la única reacción posible es la admiración, y tal vez, un escalofrío. Es una lección para el mundo: a veces, para que la ley sea rápida, debe ser… silenciosa.


«El silencio es la única respuesta que un sabio debe dar al necio.»

— Eurípides


Dr. Crisanto Gregorio León

Profesor Universitario

Abogado – Psicólogo

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