Mar y tierra

20 de marzo de 2025
2 minutos de lectura
Corrimiento de tierra en Papúa Nueva Guinea | EP
SILVANO ESPÍNDOLA

“Uno debe aceptar mantenerse lógico consigo mismo; si ello nos lleva al absurdo, hay que volver a empezar desde cero”, escribió el filósofo búlgaro-francés Tzvetan Todorov. Apoyados en su teoría coherentista, se puede sostener que, quien cree verdaderamente en un principio ético, debe ser consistente con todas sus implicaciones.

Hoy se discutirá en el pleno del Congreso de la CDMX, y previsiblemente se aprobará, el proyecto impulsado por la jefa de Gobierno, Clara Brugada, para crear la figura de la “tauromaquia sin violencia”. Éste será el más reciente capítulo de algo que comenzó en Sonora (2013), con la prohibición de la corrida de toros, y al que siguieron Guerrero (2014), Coahuila (2015), Quintana Roo (2019) y Sinaloa (2022).

En junio de 2022 también se prohibieron las corridas de toros en la plaza más grande del mundo: el recinto de la Ciudad de México; no obstante, en noviembre de 2023 se presentó un proyecto para reanudarlas y en febrero de 2024 un tribunal colegiado capitalino revocó la suspensión provisional, regresando dicho espectáculo a La Monumental.

Como contrapartida, otros estados han declarado la lidia como bien cultural y material: Aguascalientes, Guanajuato, Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala y Zacatecas. Que se puedan dar opiniones disimiles entre entidades federativas, es comprensible, pero es una incoherencia que ocurra al interior de un mismo gobierno, como ocurrió en Puebla, donde aseguran que, “por ser el bienestar animal una prioridad”, se eliminarán las corridas de toros en su Feria 2025, pero se celebrarán peleas de gallos, porque ésas son “una tradición profundamente arraigada en la cultura”.

Considerando el argumento de antigüedad, la fiesta taurina tendría, por lo menos, 115 años más de arraigo que los gallos entre los mexicanos. Los historiadores cifran el origen de las peleas de gallos en México en el siglo XVIII, cuando se cree que fueron importadas de Cuba.

Más certeza se tiene de que la primera plaza de gallos de México, la de San Agustín de las Cuevas, actualmente Tlalpan, se construyó en 1794. Por su parte, la plaza de toros Rodolfo Gaona (1680), ubicada en la región Altos Sur de Jalisco, pasó a ser considerada la más antigua del mundo, después de que la de Salamanca (1667), España, fuera demolida y remodelada.

Es difícil sostener que hay menos arraigo cultural en México por los toros cuando tenemos ambas: la plaza más grande y la más antigua del mundo. Quizá deban empezar de cero.

La inconsistencia se parece a la de cierta mujer antitaurina que, según contó Mario Vargas Llosa en un artículo publicado hace 15 años, mientras degustaba una langosta que había padecido dolores indecibles, siendo hervida a fuego lento para que su carne se volviera más sabrosa, despotricaba contra las atrocidades que hacían sufrir al toro de lidia.

Por cierto, en el mismo artículo, Vargas Llosa hace la siguiente confesión: “nadie puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel”. Esto lleva a cuestionarse cuál sería la relación del aficionado con la crueldad. ¿Quiere decir que atestiguar la crueldad nos gusta?, ¿nos disgusta, pero lo soportamos?, ¿o es que la crueldad nos es indiferente?

El escritor parece insinuar que presenciarla tiene un sano efecto catártico que nos dispensa de ensañarnos quizás hasta con el prójimo. Si la madurez humana tiene que ver con elegir, prohibir nos quita la posibilidad de dejar de asistir libremente a corridas, comer langostas hervidas vivas o tolerar peleas de animales.

*Por su interés, reproducimos este artículo de Silvano Espíndola, publicado en Excelsior.

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