“No eres hija mía si lloras delante de los alemanes”. Con estas palabras espetó Carmen de Burgos a su hija, María, cuando, al verse retenidas en un tren y acusadas de espionaje, comenzó a sollozar.
El estallido de la Primera Guerra Mundial las sorprendió en una travesía por Europa que acabó con un agitado viaje en barco hasta Londres, donde por fin pudieron respirar.
Por aquel entonces, Carmen publicaba sus crónicas en el ‘Heraldo de Madrid’, el mismo periódico para el que antes ya había cubierto la guerra de Melilla en calidad de corresponsal.
Años atrás, en el ‘Diario Universal’, firmó su primer contrato como periodista, convirtiéndose así en la primera mujer en nómina de un diario. Ahí nació Colombine. Carmen no adoptó ese nombre como un seudónimo tras el que esconderse, sino como una extensión de su propia identidad.
El periodismo no fue el único ámbito en el que Carmen sobresalió. Escritora, traductora y conferenciante, en su labor como activista impulsó campañas a favor del derecho al voto de la mujer y del divorcio.
Para esta última, recabó y publicó las opiniones de algunos de los intelectuales, políticos y escritores más destacados de su época: desde Miguel de Unamuno hasta Vicente Blasco Ibáñez.
Con muchos de los encuestados llegó a consolidar una amistad que se afianzó con los años en la tertulia que ella misma instauró en el salón de su casa. Amiga, madre, hermana y amante, sus roles fueron tan diversos y plurales como sus escritos.
‘Todos los nombres de Carmen’ (Ediciones La Librería) no es una biografía al uso ni tampoco una hagiografía. Es una crónica novelada que, entremezclando el reportaje y el cuento, lo que podría haber sido y lo que sin ninguna duda fue, recupera a una de las figuras literarias más importantes del siglo XX.
Condenada al olvido por el régimen franquista, que la incluyó en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Rousseau o Voltaire, eliminado sus obras de librerías y bibliotecas, el nombre de Carmen vuelve, poco a poco, a resurgir.