El muchacho tenía barba densa y era, sin pretenderlo, ostentoso, aunque mostraba en su caminar un cansancio suave. Él y yo estábamos en el ambulatorio por motivos diferentes, supongo. Él no tenía aún la edad de las vacunas, yo sí y aguardando con la última el certificado de las anteriores.
Y pensé un momento: esto del coronavirus, ya menguado, se le parece a los tiempos en que la gente se embozaba para no ser reconocidos y urdir toda una serie de posibilidades en la enmascarada convivencia. Las buenas y las malas intenciones bailan incesantemente sobre la duda.
El muchacho ostentoso de la barba tupida estaría allí por una subida de tensión, para hacerse un electro o qué sé yo. Él llevaba pantalones cortos (yo vivo en un sitio caluroso), sandalias sin hebillas y un perro caniche bien educado lamiendo los dedos de los pies que le asomaban.
El muchacho con barba de pantalón corto abrió un maletín, parecido al que llevan los curas para decir misa en el campo, lleno de envases pequeños que comenzó a sacar uno a uno para deleite del animal pequeño.
Un frasquito transparente con agua por si el perro tenía sed. Otro con algunos gramos de pienso. Un tercero con líquido meloso azul oscuro que se me ocurrió pudiese ser un digestivo o un jarabe por si el perro tosía. Y en el último envase, algo más ancho, el muchacho de la barba espesa sacó un peluche para el perro que el perro mordió con evidente desgana. Y es que para jugar también hay unas horas… ¡El eco de la nueva ley sobre los animales resplandecía en semejante comportamiento!
Y como el muchacho de pantalón corto mostraba un par de tatuajes en sus piernas, cuando acabó con la ceremonia del caniche, me fijé en ellos y me detuve en considerar lo extraños, contradictorios y ambiguos que podemos ser los seres humanos. El tatuaje es una pretensión de que permanezca en nosotros los delirios que se acaban sin tener en cuenta que, a la vejez, se derraman las carnes como se derraman los sueños.
Muchacho ostentoso
En la pierna izquierda del muchacho ostentoso, donde el perrito se acomodaba, la conocida figura del Ché Guevara con su barba de combatiente, más corta que la del muchacho que esperaba seguramente una baja por enfermedad que le relevara ese día del trabajo, o qué se yo. Al Ché tatuado en su pierna izquierda le caían gotas de sudor que iban a parar a las lanas doradas del perrillo tranquilo.
Cuando el muchacho de la barba sombría se levantó para cerrar la cremallera del maletín donde guardaba los enseres del animalillo, se le vio en la pierna derecha el tatuaje, a la misma altura, de una cruz con Cristo asomado casi en tercera dimensión.
Por lo que estaba observando, el muchacho de pantalón corto, barba maciza y perrito impropio de su corpulencia, caminaba con una pierna que impulsaba el guerrillero de Altagracia que mataron en Bolivia. Y en el caminar de la otra pierna, un Cristo que nunca se encontraría con el Ché por más que se diera en un desgarro la vuelta.
El muchacho ostentoso de pantalón corto y barba maciza, con miniatura de perro que cuidaba con desinterés su juguetillo, puso una cruz y un guerrillero en su vida de caminante confuso. Y es que algunos quieren a la vez amalgamar la ternura de un perrillo indefenso con fusiles dispuestos a la muerte y con un Cristo que sólo entiende de hechuras bondadosas como una luz que persigue sin descanso los males agazapados en la sombra.
Las piernas siempre tienen que ver la una con la otra en su andadura. Pretender que ambas se muevan con ideas contrarias supone un desvarío del que es difícil reponerse. Puede que el perrillo, comparando el tatuaje de la pierna izquierda con el de la derecha, no supiera a cuál de las dos acariciar con su lengua.