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Fachada del Hotel Palace, en Madrid. | Fuente: Wikimedia Commons

En la última cresta de la Carrera de San Jerónimo se pueden ver las torres impecables de la iglesia al fondo, el Congreso de los Diputados con dos leones a la puerta llovidos de improperios y, casi de puntillas, aparece al fondo El Palace, que ahora está de obras, aderezándose para que sus señorías puedan tomar embellecido el Martini de la complacencia.

Estuve en Madrid el día de la Constitución intentándome acercar a quienes me representan para cantar con ellos el himno mudo de la Marcha Real. Fue imposible. A doscientos metros, las calles cortadas impedían a los de a pie festejar la celebración y, como salido de entrañas imposibles, sólo pude escuchar un: ¡VIVA!

Sentí un dolor frío al saber luego que los partidos que sustentan al Gobierno estaban ausentes. Las dos Españas allí constituidas no se miraron a la cara, ni siquiera un mínimo gesto de saludo. Y al pueblo no le dejaron pasar para evitarles el llanto de un desencuentro bochornoso que intimida.

Como estaba cerca del Café Pombo -que me perdone Ramón Gómez de la Serna-, se me ocurrió una greguería: “Si una ley cae al suelo y no se quiebra, es de duralex”.

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