A poco que sigamos así habremos de suprimir la fiesta de los Santos Inocentes porque de éstos van quedando muy poquitos: cada día nos desayunamos con un culpable nuevo; el último, aunque nos pareció siempre antipático, parecía entender de cuentas y ungido por la fe que profesamos, podía confundirse con un abad bajito.
Al cura que me predica los domingos, le escuché el anterior con sobrecogimiento desesperanzado cuando se preguntaba desde el salmo responsorial correspondiente: “¿Quién habitará el templo del Señor, quién vivirá en su tienda… el hombre de manos inocentes y de corazón limpio?”.
Se miraba él las manos e instintivamente cada uno buscó alguna mancha en las propias… Hasta el final le noté un dolor extraño, un irreverente desencanto.
-No se preocupe, padre, –le animé ya en la sacristía— compensa las contrariedades diarias el hecho de que nuestro Presidente de Gobierno hay ido a compartir su democracia purificada con los compañeros de Colombia, Brasil y Chile.
-Y otra cosa: para que no haya más sobresaltos, entrará en vigor la Ley de Secretos Oficiales y oficiosos, que sigue siendo un desdoro que los periodistas no guarden, como ustedes, el secreto de la confesión.
Pedro Villarejo