(Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche!.
Aquella eterna fonte está ascondida.
¡Que bien sé yo do tiene su manida
aunque es de noche!
Su origen no lo sé pues no le tiene
mas sé que todo origen della viene
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben della
aunque es de noche.
(San Juan de la Cruz)
Tres hermanos y un pan solo (y II)
Es indudable que el paisaje marca la geografía personal del hombre: la hidalga Castilla, escasamente azulada en primavera, atravesada por una tierra partida y sedienta, tienen a sus únicos hombres que pueden doblegarla en las interminables guerras del Emperador. La poca lluvia que le cae son lágrimas de viudas, esposas o madres que no bastan para que florezca el trigo lo beban su necesidad los animales. Si es verdad que la tierra configura, enmarca, modula con su paisaje los caracteres, tiene que ser más ancho en cicatrices el paisaje del hambre.
Catalina, la madre, busca su cuadernillo mental de direcciones a quienes corresponden los apellidos que llevan sus hijos. En Torrijos, está el arcediano de la Colegiata. El médico, en Gálvez. Los dos son tíos de Francisco, Luis y Juan, y hacia ellos se encamina convencida de que ya habrán olvidado aquel irreparable deshonor de haberse casado con un Yepes.
–Verán a os niños, descubrirán en ellos algunos gestos familiares: quizá un lunar, una ternura sirva para devolverles el calor que necesitan y alguna pequeña abundancia…
Con esta idea fija, que abrillanta el recuerdo de Gonzalo, atraviesa Catalina el paisaje de la necesidad. A Juan, su hijo más pequeño, lo ha de llevar en brazos.
A Torrijos llega –cuenta el padre Crisógono— cuando vive esta ciudad días de esplendor: una prima del Rey Católico la ha favorecido con numerosas fundaciones religiosas. Ella misma tiene allí su palacio. El monasterio de San Francisco han querido que se parezca lo más posible al de San Juan de los Reyes, de Toledo. Y la Colegiata, donde ora y manda, predica y miente el tío de los tres huérfanos, es una delicia plateresca que envidian algunas catedrales.
No podemos saber si aquellos niños dieron un beso al hermano de su padre o si esperaron inútilmente a que él se encorvara para enfrentar su mirada:
–Aquí están sus sobrinos, venimos de lejos. El Tajo nos ha traído rodeando el cansancio de los olivares. Ya sabe, vuestra reverencia, cómo se vive en Fontiveros. Nadie hay allí que achique nuestra soledad ofreciéndome un trabajo redentor… Si pudiera ayudarnos. Si alguno de mis hijos pudiera quedarse aquí, educarse a la sombra de la familia, crecer y ver el mundo de otro modo…
El arcediano dijo que no, que eran los niños demasiado pequeños, que era otra historia la suya. Y el Yepes de la Colegiata volvió a sus rezos y a sus misas, a seguir sacándole brillo a su rutina, a cerrar la mano que bendecía.
Sin embargo, a Catalina y sus hijos les quedan aún más esperanzas por conquistar. Gálvez es un hermoso pueblo cercano a Toledo donde vive otro hermano de su esposo. Es médico, no tiene hijos y menos aun necesidades. Este hombre no podrá negarles el sobrevivir, especialmente en estas circunstancias, cuando la estrechura no puede hacerse más pequeña. Catalina esta vez no habla, muestra sólo a sus hijos. Ahora es el médico quien toma la bondad y la palabra:
–Estarás en casa cuanto tiempo quieras, Catalina. Descansa, olvida los ayunos… Mira, guardo en las alacenas los regalos que van trayendo los pacientes. Aquí están, sin abrir todavía, unos dulces de miel, nueces, queso en abundancia… Y cuando os repongáis del camino quiero hablar contigo de la conveniencia de que Francisco se quede a vivir con nosotros, ya que Dios no nos dio hijos y desearía que él heredase el amor y la pequeña fortuna de la familia. Ahora descansa, cierra los ojos y agradece la bondad que el Señor ha tenido en juntarnos.
Francisco se queda a vivir en Gálvez sostenido por la promesa, mas en seguida las relaciones con su tía, cuyos celos y malos tratos disimulaba cada vez menos, entorpecen la convivencia hasta convertirla en asfixiante nostalgia. Catalina, preocupada por el largo silencio de su hijo, intuyó en su radar de madre el sufrimiento callado de Francisco yn decide nuevamente recorrer el camino. Los olivares otra vez, otra vez el niño Juan en brazos y el Tajo otra vez coreando en espumas su soledad.
En vano la insistencia del médico en recomponer la conducta de su esposa. En vano el brillo de la fortuna que se les iba. Catalina da la mano a su hijo Francisco para devolverle la temperatura de aquel largo frío. Unidos, Fontiveros está más cerca. Volverán a la pobreza, pero también al encanto de las buenas noches, al agrado de los besos.