Estoy perfectamente de acuerdo con el prestigioso psiquiatra García Campayo cuando afirma que algunas personas nunca se ríen porque están en lucha interminable con la vida. Yo añadiría, además, que en esa lucha, dan la batalla por perdida.
Las risas espontáneas, siempre que no sean estentóreas, son contagiosamente deliciosas porque nacen de una guerra ganada contra la indiferencia, que nunca debiera ser ajena a los que estamos comprometidos con vivir, regalando el favor de una presencia. Hay otras risas forzadas o de circunstancias, que se hielan en los labios como se congelan los fracasos en el alma; nacen ya muertas en los vientres del desencanto. Se descubren en seguida y poco se agradecen.
El Presidente de la Generalidad de Cataluña no está dispuesto, ni echando mano de su nombre, a salvar la risa. Sería más adecuado para él representar a una funeraria de prestigio, amortajar a los que ya no necesitan de sonrisas u ordenarse cura de cementerio que, de tanto mirar a los cipreses, se convierten ellos también en surtidores de sombra más que de sueño… Y, sin embargo, a pesar de esa cara, hay que ver este señor lo que consigue.