En una vieja entrevista televisiva de 1977, Ernesto Sábato mira a cámara como si hablara desde un faro al borde del colapso. Tenía 66 años, llevaba puesta su habitual austeridad filosófica que lo vestía mejor que cualquier saco, y sus palabras pesaban como piedras mojadas: “Nuestra civilización se está muriendo”, dijo, con esa claridad implacable de los que ya no necesitaban agradar.
El ciclo era mítico: por el programa de la televisión española ya habían pasado Jorge Luis Borges, Salvador Dalí, Atahualpa Yupanqui. Todos con sus verdades, sus excentricidades, su modo de leer el tiempo.
A Sábato, como era de esperarse, le tocó el rol del visionario que no aplaudía nada. Repartió críticas con calma apocalíptica: el capitalismo y el socialismo, las grandes ciudades, la infancia urbanizada, la máquina como símbolo de desconexión. Nada escapaba al pesimismo estructurado del autor de Uno y el universo, el ensayo escrito en el Pantanillo.
Ni siquiera la estación espacial soviético-norteamericana, símbolo de cooperación internacional, a la que redujo a una escena irónica: “Los astronautas colaboran sin saber que sus imperios se están muriendo”. No estaba tan equivocado: uno de esos imperios, efectivamente, colapsaría pocos años después.
Sábato no gritaba, no exageraba. Profetizaba con dolor. Y cuando llegó el tema de los rascacielos, alcanzó una de esas frases que valen una biografía:
“Hoy, levantar edificios de 30 pisos en Madrid o en Buenos Aires para que vivan, en esos cubículos de cemento armado y aire acondicionado, niños que nunca van a ver el nacimiento de un perro o la forma en que una gallina pone un huevo… eso ya no es progreso, eso es reaccionario. Lo revolucionario es proponer la abolición de los rascacielos.”
Qué hermoso cascarrabias. Qué profeta sin estridencias. Lo que dice podría sonar ingenuo o exagerado, pero a la vez resuena con fuerza en cualquier ciudadano contemporáneo que haya sentido angustia al mirar una pantalla durante horas o al vivir encerrado en una torre sin tierra. Sábato veía venir lo que muchos hoy estamos viviendo: el ruido, la aceleración, la virtualización de la experiencia, la infancia tecnificada, la tristeza socialmente administrada por algoritmos.
Hoy diríamos que Sábato hablaba de “alienación”, aunque él ya usaba esa palabra sin necesidad de comillas. Su angustia no era digital, sino existencial: una vida desconectada de lo esencial, de la naturaleza, de los vínculos verdaderos. Y aunque su crítica a la modernidad arrastraba romanticismo y una melancolía a veces rancia, tenía una raíz ética profunda.
Sábato no despreciaba la técnica como idea, sino el tipo de humanidad que la técnica estaba construyendo. Esa humanidad “desarraigada”, “artificial”, “estandarizada”, que convierte a los niños en pacientes futuros y a los adultos en operadores de sistemas que no comprenden que el futuro llegó y fue peor.
Lo que sorprende al escuchar esa entrevista, no es que Sábato fuera pesimista —eso ya lo sabíamos—, sino cuánto de lo que advirtió ha llegado a cumplirse. No en forma de catástrofe, sino de desgaste: silencioso, progresivo, casi aceptado.
Las ciudades ya no crecen: se estiran. Las infancias ya no juegan al aire libre: scrollean. Las familias ya no conversan: reaccionan. El ruido de los bares, que Sábato denunció al final de sus días en alguno de sus libros de despedida, es hoy un meme: nos reímos de la incomodidad de lo real mientras idealizamos el silencio digital.
Y, como si fuera poco, la inteligencia artificial ahora se ofrece como sustituto emocional: puede escribir poemas, consolar, diseñar sonrisas y responder a nuestras preguntas existenciales con eficiencia sintáctica. Sábato, que creía en el alma humana como materia en conflicto, no habría celebrado este reemplazo de lo imperfecto por lo funcional.
El título de esta nota no es suyo, pero lo representa: “La felicidad es el regreso de la luz tras un apagón.”
Porque el progreso sin alma es ruido blanco. Porque a veces basta un corte de energía, un silencio forzado, para recordar que nuestra sensibilidad no está en la velocidad, sino en la pausa.
La felicidad, entonces, no es tenerlo todo a un clic. Es poder volver a mirar una vela encendida sin necesidad de buscar el interruptor.
Sábato entendía esto. Sabía que la literatura no salva, pero preserva. Que el pensamiento crítico no evita el derrumbe, pero lo documenta. Que decir “esto no está bien” cuando todo el mundo celebra lo nuevo, es también una forma de amor a lo humano.
A Sábato se lo leyó, se lo citó, se lo homenajeó. Fue, con justicia, figura pública e intelectual incómodo. Participó de la CONADEP, presidió el informe Nunca Más, y caminó con integridad el borde entre lo ético y lo político. A su muerte, en 2011, recibió cucardas y elogios institucionales. Pero hoy, Sábato flota poco en el aire.
Sus novelas no circulan como antes. Su tono de sabio triste pasó de moda. Y su crítica al capitalismo, a la técnica y al existencialismo contemporáneo suena, para algunos, a exageración de otra época. Y sin embargo, cada día se parece más a lo que él temía.
Hoy, cuando nos quejamos por la música alta en los bares, cuando nos incomoda el cemento sin alma, cuando sentimos que hay algo profundamente mal en esta lógica del rendimiento constante, estamos hablando con Sábato, aunque no lo sepamos. Lo hacemos cuando cerramos una app para mirar el cielo. Cuando sentimos que no todo puede resolverse con productividad. Cuando alguien nos habla del nacimiento de un perro o de una gallina, y nos parece más relevante que el último gadget. Volver a leer a Sábato no es volver al pasado.
Es recordar que hubo gente que nos advirtió con belleza, y que aún podemos elegir no repetir el error. Porque, como decía Schopenhauer —a quien citaba Sábato con frecuencia—,
“Hay épocas en que el progreso es reaccionario, y lo reaccionario es progresista.” Quizás esta, la nuestra, sea una de esas. Y la revolución no consista en construir más alto, sino en escuchar más bajo.