Café Montaigne 339: Juan Rulfo y la inmortal de su obra

22 de abril de 2025
4 minutos de lectura
Juan Rulfo.
JESÚS R. CEDILLO

Cuentan los que conocieron a Rulfo, entre ellos el escritor y periodista Federico Campbell, que Juan era un escritor nato. Contaba las cosas como si no hubiera diferencia alguna entre la realidad y la ficción

Cuenta el escritor Enrique Vila-Matas –que para contar, cuenta mucho y, al parecer, es el mejor contador de historias– que en una conferencia en Caracas, Venezuela, en 1974, le preguntaron a Juan Rulfo por qué ya no escribía, a lo que Rulfo contestó: “¿Que por qué no escribo? Pues porque se murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”.

“Siempre andaba platicando conmigo –continuó Rulfo ante una sala atestada de interesados en el fenómeno Rulfo, quien luego de ‘Pedro Páramo’ (1955) no volvería a publicar nada en su vida–. Pero era muy mentiroso. Todo lo que me contaba eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó fueron sobre la miseria en la que había vivido. Pero no era tan pobre el tío Celerino. Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo”.

Cierta o ficticia, Rulfo encontró en la historia de su tío Celerino la justificación perfecta para explicar por qué ya no escribía. Todo viene a propósito del 70 aniversario que se cumple este año de la primera edición de “Pedro Páramo”. Fue publicada por el Fondo de Cultura Económica (FCE) en julio de 1955.

Sobre el mítico silencio de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno –nombre por sí mismo de escritor de ficción–, el escritor Augusto Monterroso escribió una fábula: “El Zorro es más Sabio”. En ella se habla de un zorro que escribió dos libros de éxito y se dio, con razón, por satisfecho; pasaron los años y no publicaba otra cosa.

Los demás comenzaron a murmurar y a preguntarse qué pasaba con el zorro, y cuando se lo encontraban en los cocteles se le acercaban a decirle que tenía que publicar más. Pero si yo he publicado dos libros, decía con cansancio el zorro. Y muy buenos, le contestaban, por eso mismo tienes que publicar otro. El zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Pero como era un viejo zorro, no lo hizo.

Juan Rulfo es autor de dos libros, uno de cuentos, “El Llano en Llamas”, y una novela, “Pedro Páramo”. De esta última dijo: “En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza… Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo “Pedro Páramo”Fue como si alguien me la dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules”.

Estos papelitos, estas tiras de papel –como corbatas– donde hacía anotaciones, Rulfo las colgaba en su casa en ganchos del ropero –lo cuenta Federico Campbell–, donde luego iría tejiendo la historia que lo llevaría a la fama y a la inmortalidad. Rulfo publicó “Pedro Páramo” en 1955 y jamás publicó nada más en su vida. Murió el 7 de enero de 1986, cumpliendo 31 años de silencio. Verdad irrefutable: de Juan Rulfo se han escrito más páginas de interpretaciones, lecturas y conjeturas de su obra, que la suma de sus páginas completas.

Esquina-bajan

Cuentan los que conocieron a Rulfo, entre ellos el escritor y periodista Federico Campbell, que Juan era un escritor nato. Contaba las cosas como si no hubiera diferencia alguna entre la realidad y la ficción. La siguiente es una historia que Juan Rulfo le contó al periodista Campbell:

“Cerca de San Gabriel y por el rumbo de los Magueyes, en el estado de Jalisco, había una familia de charros que se dedicaba a matar homosexuales. Los padres de familia con un hijo homosexual se lo encomendaban a los charros para que fuera acostumbrándose al trabajo duro en el rancho y ‘se hiciera hombre’. Sus padres no los mataban directamente, pero sabían con qué fin lo confinaban en aquella especie de hacienda porfirista. El caso es que el día menos pensado el joven bailoteaba sobre una laja ancha y muy grande que se tambaleaba sobre un desfiladero sin caerse. Entonces los charros le echaban de balazos al muchacho para que diera de brincos, saltara y se fuera de espaldas al precipicio…”. Esta historia de los padres que hacen todo por deshacerse de un hijo homosexual parece inverosímil en cualquier parte del planeta, excepto en Jalisco.

Hoy, bajo el palio de lo políticamente correcto y tolerable, ¿cómo ve usted esta historia, señor lector? Cuenta la leyenda que después de “Pedro Páramo” a Rulfo se le fue desvaneciendo el deseo de escribir y, definitivamente, este deseo desapareció luego de haberse sometido a una cura antialcohólica en un sanatorio de Tlalpan, El Floresta. Luego de una terapia electroconvulsiva, “se me fueron las ganas”, le confesaría a Federico Campbell.

Juan Rulfo estuvo entre los humanos, entonces, para cumplir el aforismo de Cyril Connolly en “La Tumba sin Sosiego”: “La función genuina de un escritor es producir una obra maestra y ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”.

Letras minúsculas

Rulfo, al igual que Bartleby –aquel personaje memorable de Herman Melville–, era copista en una oscura y siniestra oficina burocrática y, en una especie de traducianismo literario, retomó la fórmula bartlebyana de renunciar a escribir para instalarse en el más ensordecedor silencio.

*Por su interés, reproducimos este artículo escrito por Jesús R. Cedillo, publicado en Vanguardia|MX.

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