En los pueblos que se dicen vacíos suele haber, sin embargo, muchas más cosas que en las ciudades grandes. Porque en ellos hay ríos y laderas, flores en medio de los trigos y un sol que se despierta más temprano. En tales pueblos, nunca se cierran con llave las puertas y en las ventanas sin hierros siempre hay gatos que en silencio vigilan.
Hay burros y cordeles y cerones que trasladan la leña y la leche de las cabras dormidas. Son pueblos donde los niños corren a ver quién llega antes a la orilla del campo, y se bañan sin nada en la laguna que está más allá, cuando llega el verano.
Fui hace dos veranos a un pueblo de los que llaman vacíos y me puse a contar los higos de las higueras que sostienen las casas en las que no vive nadie; contar los jazmines, que de noche salen como galanes en busca de la luna y el aullido de lobos, tan cercano.
Toda esta llenura no cabe en las ciudades. Ni existen los adioses. Ni los buenos días por la mañana. Tampoco rueda la inocencia en la candela donde la señora Mercedes preparaba las migas con jamón del desayuno… En las ciudades no caben tantas cosas, tanto amor, como en los pueblos vacíos.