‘En algún lugar de las palabras’ es el título de uno de los últimos poemarios de José María Cotarelo Asturias, el conocido poeta astur-granadino, en cuyo interior reza una sentencia que dice: «Trasponer palabras, metáforas, signos. / Reducir al mínimo la idea, el concepto, los principios/ Reconstruir los mensajes, los dictados, los vínculos. / He ahí algunas de las claves depositarias de la memoria. / O de la poesía».
Si entendemos por «clave» el conjunto de reglas y correspondencias que explican un código de signos, y por «depositaria» el lugar donde se hacen los depósitos, aludiendo en ambos casos a los significados expuestos en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, podemos convenir que el poeta, el «depositante» en este caso, es quien, reduciendo al mínimo ideas y conceptos, se convierte así en el artífice de la reconstrucción de los vínculos y los mensajes, del encuentro entre lo racional y lo emocional, entre lo tangible y lo inefable.
Pero también resulta que, según nos sigue refiriendo el poeta, “memoria y poesía residen en la misma dimensión de la existencia”, e incluso son cómplices y guardianes ambas de la historia mágica del ser humano.
No resulta pues sorprendente que en estos tiempos que corren en los que la humanidad parece huir de su propia naturaleza, mostrando una desmemoria alarmante de su pasado y un olvido incomprensible de su naturaleza espiritual, estemos asistiendo a un menoscabo lamentable de la poesía y de los poetas; de la primera como recipiente de la magia que encierra la existencia humana, y de los segundos, como vigilantes de las palabras, ahora ignorados por una sociedad cada vez más centrada en lo urgente, material y pragmático.
El caso es que, en la sociedad actual, supuestamente alejada de la barbarie, la poesía parece haber perdido su lugar. Leemos menos poesía, la relegamos a un segundo plano, cuando no la despreciamos como una absurda pérdida de tiempo y, en su lugar, nos inundamos de información rápida, pragmática y utilitaria. ¿Qué ha pasado? ¿Ha muerto la poesía, o somos nosotros quienes nos hemos vuelto sordos a su voz?
Vivimos en una era de hiperconexión y sobreinformación. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanto conocimiento, tantas noticias, tantas palabras. Sin embargo, paradójicamente, parece que comprendemos menos. Leemos más, pero disfrutamos menos. Las palabras nos llegan, pero sus significados más profundos se nos escabullen. La poesía, que alguna vez fue un faro de belleza y reflexión, ha quedado relegada a un rincón oscuro, como si fuera un lujo innecesario en un mundo obsesionado con la productividad y la eficiencia. Este cambio en nuestros valores y prioridades explica, en parte, porqué la poesía ha perdido relevancia. En una sociedad que solo valora lo inmediato, práctico y cuantificable, no hay espacio para aquello que no produce resultados tangibles.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han afirma que hemos desarrollado una especie de fobia a la poesía porque ya no somos receptivos a ese «maravilloso caos literario» que desafía la razón y conecta con lo emocional y lo estético. En su obra «La Sociedad del Cansancio», argumenta que el lenguaje moderno se ha empobrecido, reduciéndose a un mero transmisor de información. «Hemos perdido la capacidad de disfrutar del lenguaje por sí mismo, de maravillarnos ante su esplendor», afirma Han.
El poeta Luis García Montero, en su obra «Balada en la Muerte de la Poesía», nos confronta con la cruda realidad de un mundo que ha perdido su conexión con lo humano. «La poesía ha muerto», afirma con desgarro, mientras describe un mundo hostil y ajeno, dominado por el mercantilismo y la deshumanización. García Montero nos invita a reflexionar sobre cómo hemos permitido que las palabras pierdan su sentido, cómo hemos dejado que el ruido de los talonarios ahogue la voz de los poetas. Su obra es un toque de atención, un grito desesperado ante la progresiva aniquilación de la poesía en un mundo que valora más el utilitarismo que el espíritu. «Ahora sufro su muerte, callo y me siento solo», escribe, encapsulando la soledad de quien ve cómo su tiempo se vacía de sentido.
Pero la poesía no ha muerto, aun cuando evidentemente corre el riesgo de desaparecer si no hacemos algo por rescatarla. En un mundo que nos empuja a producir, consumir y correr, la poesía es un acto de resistencia, un recordatorio de que hay algo más importante que los resultados y los objetivos: la alegría de existir, de sentir, de ser. Como dijo el poeta Rainer Maria Rilke: «La poesía no es un lujo, es una necesidad».
Abundando en este concepto, ya afirmaba Goethe en el siglo XVIII que «…el hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro». No en vano puede afirmarse que el hombre es memoria y es poesía, y que sin lo uno y lo otro, quedará condenado a vagar en la barbarie, como afirmara Goethe. Y en una época tan necesitada de humanidad como la nuestra, quizás sea hora de volver a abrir los libros de poesía y dejar que las palabras nos rescaten de la barbarie y del olvido.
Por ello, en estos días en que vuelve a renacer la primavera, cuando los almendros se recubren de nuevo con flores blancas y rosas, parece incuestionable la necesidad de invocar la voz de los poetas, para que sus palabras nos devuelvan la facultad de recorrer los puentes que unen lo tangible con lo inefable, lo racional con lo emocional.
Nos queda la esperanza de que haya certeza en las palabras del poeta argentino Pedro Jorge Solans cuando dijo que «la poesía es una expresión estética profunda del ser humano que surge en los tiempos más oscuros de la vida, cuando el hombre encerrado la buscó para esbozar un futuro, para reconstruirse en una esperanza…»
“Hay que reconstruir la esperanza”, apelando a las claves depositarias de la memoria y de la poesía, como sentencia el poeta Cotarelo «en algún lugar de las palabras».