A los señores magistrados del Tribunal Supremo les ha parecido sensato, a pie de ley, imponer una pena al Fiscal General del Estado muy parecida a como era el Platero de Juan Ramón: “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Una sentencia suficiente como para convertirlo en un delincuente sutil, casi imperceptible, de gelatina; vamos, un pellizco de monja. Servidor, que entiende poquísimo de Derecho y me siento incapaz de un discernimiento adecuado, creo sinceramente que el veredicto es independiente y objetivo.
Sin embargo, entre muchos de su misma cuerda deshilachada, ha surgido la bravura exigente de la señora Yolanda, la madre de la hija con bolso de camuflaje, para definir con su maestría acostumbrada que “El Supremo ha condenado a un inocente”. Es decir, la señora ministra da a entender que le parecen prevaricadores tan altas señorías. Y esa audacia magisterial la ejecuta abriendo las aletas de su nariz para exhalar el odio que en seguida ella recupera hasta la próxima venida de “su” espíritu santo.
Al lado de tantas intromisiones en La Justicia, era preferible el descaro de la Dictadura.
Pedro Villarejo