Don José tenía los dedos largos, afilados de interpretar voluntades. El pueblo, que siempre necesita de claridades para saber si va por buen camino, le buscaba sin cesar sabiendo que se trataba de un cura inteligente y bueno, es decir, de un conocedor de las importancias.
-“Como sé que te salen sabrosas las lentejas, almuerzo hoy con vosotros”… y, de camino, le bañaba con miel las amarguras.
El viernes santo, la plaza del pueblo esperaba su Sermón del Paso junto a Padre Jesús, la Virgen, San Juan, la Verónica… Don José se hacía servir un ponche hasta el balcón del ayuntamiento:
-“Arrodíllate, Señora y Madre del Cielo, ante el Cristo camino de la muerte. Porque, aunque es tu Hijo, también es tu Dios”.
Llorábamos y aplaudíamos viendo la reverencial inclinación de la Virgen. La Verónica parecía secar también las lágrimas de la Madre.
Así un año y otro en el mismo sitio, con el mismo fuego en la palabra y la garganta suavizada por el licor batido. Don José Porcuna fue un santo despuntando las espinas en la corona del Nazareno y en las de aquellas cabezas que pudo evitar su sufrimiento.
Pedro Villarejo