¿Cuál sería hoy la gran pregunta geopolítica a responder? Sin duda, aquella que sintetizara todos los niveles de contradicción que sesgan la realidad mundial. Vamos a atrevernos a definir la cuestión primordial: ¿será viable el multilateralismo, el surgimiento de numerosos poderes diversos a escala mundial frente a la hegemonía unipolar, unilateral, de los Estados Unidos de América? Si lo será, ¿en qué condiciones resultará viable? ¿Implicará una guerra total? ¿Quién conseguirá la victoria?
Como cabe comprobar, la gran pregunta desencadena muchas otras. Pero queda siempre una certeza: nunca el agua de un río que surca un paraje es la misma. Así es la historia: un movimiento perpetuo y perenne, como teorizara en su día Heráclito de Éfeso. Sin embargo, Parménides de Elea refutaba el axioma del efesio y señalaba que la historia se retrae sobre sí y nunca deja de ser un círculo que, al modo de la vida uterina, se autoalimenta y pervive por sí misma.
Como vemos, la presunta gran pregunta nos remite a otra más genérica aún. ¿Existe el cambio en la historia o todo es siempre lo mismo? Miles de seres humanos se han devanado los sesos para sortear este dilema. Podríamos llevar el dilema a la confrontación entre la vida y la muerte: ¿quién es más poderosa de las dos? Antes de desmoralizarnos, tengamos en cuenta que hay una vía de escape: desde la vida, cabe comprender la muerte; pero desde la muerte no cabe, ya, comprender nada.
Así pues, con esta certeza, si regresamos a la escena geopolítica, convendremos en afirmar que la hegemonía unipolar y unilateral estadounidense tiene los días contados, porque el torrente de la historia excita sus contradicciones internas y acelera su cambio profundo. A ese cambio estamos asistiendo. Su mentor se llama Donald Trump. Pero él no lo sabe. Obsesionado por atajar el declive generalizado del poderío norteamericano, lucha por romper la baraja de las convenciones internacionales ideadas para coexistir en un mundo cada vez más diverso. Pero desconoce que sin baraja, el gran juego prosigue su marcha inexorable. La Historia se mueve.
Y tanto. En el panorama mundial han surgido nuevas fuerzas que despuntan ya por su poderío. Recordemos que el poder no es solo la fuerza, la capacidad destructiva, como parece creer Donald Trump. Y lo cree a sabiendas de la fortaleza militar -800 bases militares esparcidas por todo el mundo- de su declinante imperio. El poder es, sobre todo, la capacidad de construir. Y los países emergentes, desde la India a África del Sur, desde Nigeria e Indonesia a Brasil, sin olvidar el poder residual de la Federación Rusa y la poderosa y obligadamente cada vez más fuerte, China, todos ellos cuentan con esa nueva capacidad.
¿Cómo va a desarrollarse ese relevo entre el unilateralismo y el multilateralismo? Para responder a esta pregunta es necesario plantearse otra previa, y terrible: ¿camina Estados Unidos hacia una guerra civil, dada la inquietante polarización registrada en su interior? Desde luego, el principal horror que habita en el imaginario de las potencias mundiales –y Estados Unidos no es una excepción- es la guerra civil. Y ya tuvo una, muy sangrienta, mediado el siglo XIX. Pero hay una certeza geopolítica a tener en cuenta. Para eludir la posibilidad de una guerra civil, los Estados concernidos buscan un conflicto exterior que distraiga la contradicción interna que alimenta la confrontación intramuros. Ergo, a medida que el riesgo de una contienda civil aumenta en Estados Unidos, más probable se configura su búsqueda de una pugna, conflicto o guerra en el exterior que esquive aquel gravísimo y real peligro interno.
¿Hacia dónde puede Estados Unidos orientar esa búsqueda, dónde va a poner su atención para romper la deriva hacia la guerra civil? Todas las papeletas de esta rifa siniestra se las lleva China, porque su desarrollo tecnológico y comercial ha puesto en jaque la economía estadounidense. ¿Por qué punto surgirá la chispa? Los agoreros aseguran que será en el mar de China, donde la VII Flota de la US Navy dice que “protege” su seguridad marítima (a 12.000 kilómetros de su costa litoral al Océano Pacífico). Otros analistas se percatan de que mientras no se resuelva la pacificación “manu militari” del Oriente Medio, el Pentágono no se decidirá a provocar directamente a China, como aquellos agoreros temen.
A nadie puede ocultársele tanto la necesidad -como la dificultad- de erigir un Estado palestino, imperativo geopolítico y moral saludado ya por todos los Estados del mundo salvo Israel y su ¿patrón o doméstico? Estados Unidos. Seamos realistas: ningún Estado que se precie de serlo, salvo Costa Rica, suele desproveerse de un aparato militar propio. Guste o no guste a la Casa Blanca y al dictador israelí, el Estado palestino deberá dotarse de un Ejército para garantizar su seguridad. Recordemos quién formó parte integrante y crucial de las Fuerzas Armadas de Israel cuando nació como Estado en 1948: los terroristas del Irgún, Haganá y Stern, que equivaldrían hoy a Hamás. Por consiguiente, el futuro Estado palestino hará lo que en su día hizo Israel, transformar a los terroristas en fuerzas militares regulares. Todos los tratadistas que han estudiado el terrorismo señalan que cuando la causa defendida por los terroristas triunfa en sus planteamientos políticos, dejan de ser considerados terroristas para convertirse en fuerzas de liberación nacional.
Tengan pues en cuenta, quienes tan irresponsablemente diseñan el mapa del Medio Oriente, que habrá de sortearse esta grave dificultad. Las dificultades ideo-políticas, la singularidad laica o no del nuevo Estado, serán otras. Pero el obstáculo previo será, necesariamente, atajar la inmigración judía hacia Israel, clave para cortar el abyecto proceso de colonización a mano armada de Cisjordania, ocupada ilegal y paulatinamente por colonos israelíes.
Como cabe comprobar, el puzzle mundial es complejo en demasía. Nos queda el consuelo de saber que la inteligencia humana ha sorteado muchos, muchísimos obstáculos de gravedad suprema hasta llegar a nuestra actualidad. ¿Vamos a renunciar a intentar encajar armónicamente sus piezas?