La dignidad no es moneda de cambio

9 de abril de 2025
3 minutos de lectura
Fotos de desaparecidos en México |EP

CARLOS CARRANZA

Las desapariciones han convertido a México en un túmulo en el que no hay lugar para el dolor y la compasión

El sentido de nuestra humanidad pende de un hilo que se desgasta con una rapidez que posiblemente nos envuelve en una abrumadora perplejidad. Quizá ya nos hemos colocado en ese punto sin retorno en el que muy pocas cosas nos sorprenden, nos incomodan o nos aterran, de tal manera, que, quizá, en otros momentos nos llevó a exigir un vuelco en aquello que atentaba en contra de la dignidad, ese último respiro que nos permite asumir nuestra dimensión humana.

No es extraño imaginar que dicho hilo nos mantenga oscilando, con su movimiento pendular, entre dos extremos que nos colocan en el límite de aquello que nos define como personas capaces de dimensionar la importancia de quienes caminan junto a nosotros por la calle, de sentir la empatía que se necesita para abrazar el dolor y la desesperanza con quienes compartimos los asientos del transporte, del cine, de nuestra mesa. Con quienes son parte de nuestra realidad y lo cotidiano. Oscilamos entre la barbarie y la nobleza del espíritu —como lo llama Rob Riemen—.

Así, en esta época en la que se consolidan los extremismos y el fanatismo, la irracionalidad y el absurdo, se va diluyendo ese delgado hilo en el que la dignidad comienza a dejar de ser importante. Lo que preocupa aún más, es que ese extremo del péndulo lo han articulado quienes tienen la obligación de garantizar la seguridad y los derechos humanos, la libertad y aquello que le diera un valor a cada ser humano: en efecto, se habla de los gobiernos que, desde una pretendida superioridad moral, han diseñado todo un aparato propagandístico con el que se ha mermado el fundamento de la verdad y la justicia. Quizá la amnesia selectiva que caracteriza a nuestra sociedad podría mirar hacia otro lado, edulcorar sus exigencias ante los seductores beneficios de la época electoral o los recursos de los programas sociales —nuestro costumbrismo y definición, sin duda alguna—; sin embargo, pasar inadvertido u omitir la trascendencia del horror, la desgracia y la injusticia, es algo que nos conduce a sentarnos en la misma mesa de la barbarie para validarla con el ominoso silencio que patrocina la indiferencia o, en el peor de los casos, la insensatez de la maquinaria oficialista. Acostumbrarse a la barbarie es condenarnos a que la tragedia sea tan común como la respiración misma: basta con escuchar las declaraciones de la diputada oficialista Eva Reyes González que considera las fosas clandestinas como algo “casi, casi natural” a consecuencia de las actividades del crimen organizado. O, por supuesto, los malabares retóricos del presidente de la Cámara de Senadores, Gerardo Fernández Noroña, para descalificar el horror de lo que ha sucedido en Teuchitlán, Jalisco y, de paso a las madres buscadoras. ¿Vale la pena colocar en la mesa de discusión a quienes buscan desacreditar a los grupos de buscadoras y buscadores? Sí, es necesario subrayar que son quienes terminan por cerrar el telón con el que se busca crear la opacidad necesaria para lavar el rostro de un gobierno que jamás aceptará su responsabilidad, nada que pueda mermar el espejismo de su popularidad: como si esas estadísticas fueran el recurso suficiente para obligar al crimen organizado a detener su barbarie o a quienes, desde el poder —por mínimo que sea—, consienten la muerte con su propia corrupción, mientras sus personajes melodramáticos claman por reivindicarse como los “buenos” de la historia. Sin embargo, ahí están las fosas clandestinas, las desapariciones y los homicidios que, desde hace años, han convertido a nuestro país en un túmulo en el que no ya hay lugar para el dolor y la compasión.

No obstante, es necesario no dejar a su suerte ese delgado hilo, la dignidad. Por un lado, no se podía esperar algo diferente de un gobierno que, ya en pleno desarrollo de su segundo sexenio, ha colocado por encima de todo el culto a su propia sombra, al narcisismo que observa su reflejo en un charco lleno de fango: violentar a las familias que claman por medicinas para sus hijas e hijos que padecen cáncer, dejar envueltas en el silencio de la opacidad a las tragedias del incendio del centro de migrantes de Ciudad Juárez o el derrumbe del metro de la Línea 12, por ejemplo; quienes han sido capaces de mantener esa mueca triunfal ante la manipulación de las estadísticas que hablan acerca de las desapariciones, los homicidios, mientras “limpian” las fosas clandestinas que son más que un simple número en su retórica. Y tanto más.

Pero, en el péndulo termina por llamar a la puerta de una sociedad que observa, escucha y permanece en silencio —mientras la desgracia no taladre sus propias entrañas—. Aún nos queda algo en aquello que anima el espíritu, la convicción de que la dignidad no es una moneda de cambio, sino el fundamento de una esperanza por la que, a pesar de todo, se debe trabajar todos los días. Tenemos una tarea impostergable.

*Por su interés, recogemos este artículo de Carlos Carranza, publicado en Excelsior.

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