Con quien tanto quería
A medida que Miguel crecía, se le iba quedando todo pequeño. El amor imposible que sentía por la hija de Carlos Fenoll, Josefina, tuvo que trasladarlo a otra Josefina que cosía en un taller donde enseñaban a zurcir, a rellenar ojales con hilos gruesos, hasta que parecieran labios que besaran dedos y silencios. Josefina Manresa era también una muchacha hermosa. En ella puso sus ojos el poeta para que cuando regresara de Madrid formalizasen juntos arrullos, acuerdos y proyectos.
Porque a Miguel Hernández le habían hablado de Madrid como un gran río que llevase agua para todos. Y era verdad. Pero no toda el agua estaba limpia. Con su libro ‘Perito en lunas’, el primero y el que más contagios de Góngora tenía, se marchó a la capital de España con algunas cartas de recomendación en noviembre de 1931. La República comenzaba a envilecerse deshaciendo, con quemaduras y agravios, los sueños de libertad que fueron entonces una esperanza colectiva.
Los poetas del 27, no tan amigos entre sí como se ha escrito. Ni tan solícitos en el reconocimiento de méritos ajenos, rechazaron discretamente las alpargatas y los modos que traía Miguel a una reunión de jóvenes de izquierdas que bebían champán y podían mantener una pose política gracias a los abultadas economías de sus familias. Así, García Lorca, Cernuda, Pepín Bello, Alberti, María Teresa León, Neruda un poco más tarde… se reunían en el ancho piso de Carlos Morla Lynch, diplomático chileno, hasta las tantas de la madrugada leyéndose a sí mismos, adjetivando sus propios ecos en la madrugada. Miguel Hernández allí desentonaba: por las grietas de sus manos circulaba todavía la leche ordeñada de sus cabras.
Vicente Aleixandre, enclaustrado por enfermedad e inteligencia en su casa de la calle Velintonia, apreció a sus versos y a Miguel desde el principio. Se hicieron amigos de regalos y naranjas que Miguel traía a Vicente en cada uno de sus regresos, en cada uno de sus recogimientos. Vicente necesitaba las naranjas para entretener el mal que le dañaba.
De otra parte a Miguel, en su fuego interior, le danzaba la sangre como una bailarina posesiva que se quedara a medias en el cumplimiento de los apetitos. Sus aparentes amigos le habían mostrado las libertades para el sexo que brindan las grandes ciudades, tan diferentes al pueblo. Y cada vez que regresa a Orihuela, sus carnes piden la complacencia de la que ya viene acostumbrado.
Pero Josefina Manresa no es una mujer soliviantada. Hija de guardia civil, discreta, serena en el quehacer de su máquina, o de sus manos, había aprendido sólo a ensortijar entre hilos los deseos. Miguel insiste, pero termina agradeciendo su postura: “Te me mueres de casta y de sencilla” y, al modo de la época, la piropea: “No tienes más obligación que ser hermosa”. Miguel Hernández va y viene de Madrid a Orihuela y allí está Josefina con el doble hilo en las agujas de la paciencia.
A pesar del inmenso cariño que se tenían, Miguel Hernández y Ramón Sijé se habían distanciado por sus diferencias religiosas y por las formas, radicalmente distintas, de ver la vida. Cuando Ramón murió el 24 de diciembre de 1935… (Concluiremos la semana próxima)
El Duende