Hace años la mentira tenía castigo, dentro de la familia, en la calle, en los negocios, en transacciones que con un simple apretón de manos era tan importante como la palabra o un contrato ante Notario.
En el Colegio si mentías te la jugabas para siempre, te quedaba la “coletilla” de mentiroso y para asegurar que no mentías, añadidas el te lo juro.
Hoy en día todo ha cambiado. Que una persona importante mienta no le resta méritos, según parece, más bien al contrario y muchos, los suyos, los que les interesa corroboran sus “mentiras” y las admiten como ciertas. Y algunos nos transmiten las palabras como conclusiones que se convierten en leyes de obligado cumplimiento envueltas en juegos de palabras para no decir la verdad de lo acordado.
Muchos nos preguntamos, ¿dejar de ser “digno” merece la pena por medrar? Parece que a muchos les engorda su miserable ego además de llenarles las cuentas bancarias. No les importa pasar a la historia como “truanes” y ser borrados de la memoria colectiva por haber sido desleales a lo que prometieron o juraron cumplir.
¡Qué pobres vidas! Con lo importante que es ser fiel a los demás, por el hecho de tener que protegerlos y cuidarlos, pero primero es necesario ser fiel a sí mismo para ser persona y poner al alcance de los que prometió cuidar los medios necesarios para tener una vida digna.
Pero, cuando los ciudadanos nos sentimos desprotegidos, lo que nos queda es darles la espalda y echarlos para siempre.
Quedarán sus vidas convertidas en auténticos “pingajos” morales, a ellos les convendrá por algún tipo de venganza, complejo o por falta de principios, pero sus descendientes se avergonzarán de semejantes predecesores que hipotecaron su palabra con falsas promesas para su propio beneficio.
Que recuerden que son mortales y que igual que en la antigua Roma eran aclamados los emperadores por el pueblo, un esclavo colocado detrás sostenía una corona de laurel sobre su cabeza y le decía al oido: “recuerda que eres mortal (memento mori)”. Estos que mienten también se caerán de la atalaya que les hizo creerse por encima del bien y del mal.
Las guerras no se ganan con mentiras, se ganan con honor, fidelidad y verdad. Y a pesar de que cambien el emplazamiento de sus tumbas, seas el triunfador o el canalla, el justiciero o libertador, el opresor o el esclavista, aunque te hubieses creído un dios, solo fuiste un hombre con tus miserias, con tus falsas promesas y con tus mentiras. Los hechos hablan y la historia es la que juzga.