Años ha, aunque no demasiados, muchas cartas a damas de alcurnia se terminaban con una frase establecida: “Beso sus pies, señora”… Después, esos besos se llevaron a la mano hasta que tuvieran licencia para subirlos a los sitios más apetecidos. El protocolo y los deseos iban organizando las distancias.
Sin embargo, una señora muy conocida a la que todo se le perdona, como las fechorías a algunos políticos, ha publicado un libro donde refiere el alboroto de intimidades con su novio que, en laborioso frenesí le besaba los pies, seguramente intentando recuperar sus huellas perseguidas. Para besar los pies de alguien, o se tiene uno que agachar demasiado (y a cierta edad es casi imposible) o se han de invertir las posturas para que lo de abajo alcance el más arriba.
Muy pocos enamorados superan las íntimas conversaciones que nunca debieran hacerse públicas porque corresponden a la esfera de la insensatez: ante la fatiga del embeleso es difícil sostener la cordura.
El novio de las cartas aludidas habrá reconocido en el Paraíso que, efectivamente, hay algunos árboles cuyas frutas no deben tocarse y, mucho menos, comerse.
Pedro Villarejo