La autocrítica es una sana práctica aplicada por la izquierda sobre su propia conducta en la escena política. Por razones obvias, ha de ser realizada en situaciones y condiciones que no acentúen la vulnerabilidad de la persona, la comunidad o el partido que se autocritica. Se trata más bien de fortalecerlos. Y los fortifica mediante una sinceridad pública que, merced a la crítica de uno mismo y al ejemplo moral que implica, ayude a corregir los errores propios cometidos durante el ejercicio de la acción política, la decisión. Cuando cumple este requisito de sinceridad moral, la autocrítica consigue su objetivo. Abre así paso a la posibilidad de enmendar las conductas erróneas. De esta manera, llega a ser la autocrítica una excelente herramienta de rectificación y mejora políticas.
Como resulta obvio, sería injusto e impropio de personas honestas y de medios objetivos exigir la autocrítica a una personalidad, partido político o coalición de Gobierno que se encuentre sometido al trance de un linchamiento generalizado. Eso es lo que ha impedido a lo mejor de la sociedad civil en España y a la Prensa honorable exigir una autocrítica a la coalición de Gobierno, linchada frontal y personalizadamente por la oposición política, mediática y judicial de derechas, desde el arranque mismo del acceso al Gobierno en 2018. En vez de criticar al Ejecutivo con criterio democrático, argumentos e ideas, como es su derecho y su obligación política, algunos dirigentes, portavoces parlamentarios y medios de sobra conocidos no han prodigado más que insultos ad hominen, dicterios basados en falsedades, condenas sin juicio legal alguno y falsedades de todo tipo. Un cúmulo de prácticas antidemocráticas e inadmisibles, de las cuales la sociedad española se encuentra ya dolorosamente harta.
Linchamiento inútil
No obstante, la inútil futilidad de ese linchamiento, confirmada hoy tras siete años de juego sucio y acoso por parte de la mentada oposición, su cohorte de escribidores, mandados, jueces y medios financiados afines, permite hoy a los demócratas demandar al Gobierno una autocrítica seria. Tal sería la encaminada a corregir conductas, prácticas y errores que el desarrollo de toda actividad política suele llevar consigo y de los cuales ni este ni ningún Gobierno se libra en incurrir en ellos. Pero la responsabilidad social de gobernar exige rendir cuentas, cosa que en los debates parlamentarios se realiza mediante las comparecencias del Gobierno en pleno.
Sin embargo, la agitación creada por gravedad de dos casos de supuesta corrupción por parte de un ministro socialista del Gobierno y un secretario de organización del PSOE, partido gobernante, demanda una autocrítica de más entidad que la de las obligadas y oportunas disculpas emitidas hasta ahora.
Por otra parte, el fuego graneado de la oposición permitiría contemplar otros casos de relieve, de no mediar su situación procesal ubicada todavía en la fase de indicios, por carecerse de pruebas fehacientes sobre los supuestos delitos sospechados. Otra cosa son las opiniones de la derecha sobre cómo se tratan algunos asuntos pero tropieza con el imponderable de que la derecha no gobierna y el Gobierno tiene autonomía propia, parlamentaria y ejecutiva, para decidir como convenga a los intereses de la sociedad.
Preguntas
Cabe pues preguntar: ¿se han hecho mal las cosas? ¿Qué cosas? ¿Cuál ha sido la principal equivocación del Gobierno de coalición hasta ahora? ¿Por qué, para qué y para quién se ha actuado de tal manera? La respuesta exige desglosar entre errores teóricos y prácticos, dueto imprescindible que, desde la izquierda, debe tenerse siempre en cuenta por la profunda imbricación de ambos vectores.
En el plano de la teoría, de las ideas, el error principal ha sido, a grandes rasgos, el olvido de la propia historia de la teoría política de la izquierda: el socialismo y el marxismo, señaladamente. Olvido de valores, experiencias y luchas ejemplares cuyo desconocimiento provoca una deficiente preparación formativa de cuadros y dirigentes políticos. Sin ella, quedan carentes de convicciones sólidas y líneas de actuación congruentes con principios ideológicos moralmente irreprochables, elementos que configuran una cultura política consistente.
Sin convicciones, valores y experiencias, crece enormemente la probabilidad de cometer errores políticos o transgresiones tan graves como la corrupción, que ha conmocionado a la sociedad española desde hace demasiados años hasta la actualidad.
Tal deficiencia de convicciones remite, a su vez, a los partidos políticos, donde esa instrucción teórica e ideológica, también moral, ha sido casi abandonada. Los denuestos y desdenes contra los tildados como “picos de oro”, los hoy escasos intelectuales de izquierda, siguen vigentes. Las descalificaciones se ven alentadas por los elementos políticos más frívolos, más oportunistas y trepadores, aquellos que acceden a responsabilidades políticas sin pasar por los necesarios filtros morales que propulsaban hacia arriba a los mejores. Es entonces cuando medran los peores, aquellos que se mueven únicamente por la ambición de poder o la codicia de dinero, desprovistos de la ética exigida para gobernar responsablemente, embridando pulsiones para satisfacer su egocéntrico apetito desenfrenado.
A quienes sirven para la actividad intelectual, es decir, aquellas personas formadas y capaces de dar expresión y definir el sentir y el razonar mayoritario de los militantes de cada partido, también mediante su ejemplo personal, todas estas trabas les impiden y disuaden de aventurarse a desarrollar el pensamiento crítico; un pensamiento absolutamente necesario para orientar teóricamente la práctica colectiva, generar ideas y fortalecer convicciones que garanticen el éxito político; éxito, en síntesis, que consiste en dar satisfacción a los intereses y necesidades de la mayoría social. Sin olvidar, desde luego, el respeto a las minorías. De no atenerse a tales convicciones, se verán guiados inexorablemente a aplicar políticas semejantes a las que aplicaría un partido político sin principios ni moral.
Deterioro de la cohesión
Por otra parte, la cohesión ideológica interna de los partidos de izquierda se ha deteriorado mucho. Los lazos interpersonales, sobre todos el de la amistad, la cordialidad y el respeto a la opinión ajena, resulta prácticamente inexistente. El partido deja así de ser un grupo de referencia, moral, para el militante que, sin guía intelectual, social, ética pues, se convierte en un mero pagano de cuota y aplaudidor mudo de todo aquello que llega “de arriba”. Su imaginación, su creatividad, su compromiso político propio quedan así devaluados. La militancia política exige compartir unos valores comunes y regirse por principios entre los que la solidaridad con los demás militantes y con el partido, concebido como metáfora de la sociedad democrática anhelada, se torna en imprescindible e implica asumir responsabilidades.
Desviaciones
Desde luego, son cada vez más frecuentes las desviaciones de algunos supuestos intelectuales de izquierda que, en un santiamén, acaban aterrizando en la derecha incluso extrema, como alertaba en su dia Jean Paul Sartre. Pero hay otros pensadores que no pueden ser eliminados de la escena porque cumplen una función imprescindible basada en la crítica, en la ideación y en el ejemplo. Los partidos políticos de toda índole, pero con mayor responsabilidad e impacto social los de izquierda, que hacen gala de ello, al prescindir de la orientación teórica que les brinda el trabajo intelectual, colectivo y crítico, corren el riesgo de convertirse en organismos piramidales, monolíticos, presidencialistas. En ellos, la falta de contrapesos críticos respecto a los directivos suele conducir a vicios como el autoritarismo, el dogmatismo o el pragmatismo extremos.
Del autoritarismo, los españoles sabemos lo suficiente, tras 40 años de dictadura franquista. De dogmatismos, también tenemos experiencia: la jerarquía eclesiástica bajo la dictadura trató de imponer dogmas, por ejemplo, sobre conductas sexuales de cuya práctica y conocimientos, sus prelados se habían abstenido voluntariamente mediante el celibato. El pragmatismo, por su parte, es decir, las decisiones sobre lo inmediato que ignoran sus consecuencias, desertiza la acción política; la ahueca de referencias sólidas con lo cual, el circuito vicioso así creado retroalimenta los riesgos de errar políticamente, que resultan ser muy elevados. Y errar políticamente consiste, a grandes rasgos, en desatender los intereses de la mayoría social. Las promesas electorales deben cumplirse. Y todo aquello que no pueda cumplirse exige dar una explicación pública de las causas de tal impedimenta.
La autocrítica exige dar respuesta a distintas preguntas. ¿Cuáles serían las referencias teóricas a las que atenerse para evitar estos errores en la práctica política?: las categorías de análisis y examen de la historia y la vida social en clave de izquierda. Entre tales referencias del ideario de izquierda destaca la certeza evidente de que la sociedad está dividida en clases con intereses y cuotas de poder económico y político muy distinto, casi siempre intereses antagónicos. Señaladamente, bajo sistemas económicos capitalistas, como el vigente en España. Mientras la riqueza es creada colectivamente, su apropiación es privada, reducida, limitada a pocas manos. En la cúspide social se encuentra la clase dominante, la que se apropia de la riqueza colectiva; y, bajo ella, se hallan las clases subalternas.
Otra certeza viene dada por la posibilidad de que las clases dominantes, las poderosas, que detentan el dinero y la influencia, impongan a las clases subalternas su ideología, de modo que se consume el riesgo según el cual, las ideas socialmente dominantes acaben por identificarse con las ideas de la clase dominante. Este riesgo ha sido resaltado por los principales teóricos de la izquierda.
La acción gubernamental tratará de conciliar esos intereses antagónicos, públicos y privados pero, o bien la presión económica, judicial o mediática de los poderosos o bien la sumisión a aquel criterio ajeno, puede llevar en ocasiones a los Gobiernos de izquierda a ceder concesiones inaceptables a las clases dominantes, por definición, minoritarias. La democracia, el gobierno de la mayoría, sufre así un deterioro inexorable.
Resulta evidente que, desde la izquierda, cuando gobierna desde las limitaciones que le impone el sistema capitalista, como es el caso, no puede olvidarse nunca de esa asimetría entre dominantes y dominados ni corregir de cuajo y mediante la práctica, ese injusto desajuste.
Otro de los talones de Aquiles de la izquierda es el adanismo, el pensar que con uno mismo comienza la historia. O bien y por encima de todo, el problema de olvidar que la procura y garantía de las condiciones de la existencia de las grandes mayorías sociales constituye la pauta troncal básica de la política.
Pese a su importancia, poner únicamente el acento de la lucha política en problemas identitarios, por ejemplo, aplazará su solución definitiva hasta un muy largo plazo, puesto que solo la conquista del poder a escala macro permitirá resolver problemas a escala de micropoderes; es decir, toda esa constelación de fuerzas dispersas que nos amargan la vida, pero que no podrán ser despejadas definitivamente mientras el poder básico no sea políticamente conseguido.
Sin acción política, no hay relato
Una autocrítica de la izquierda deberá rechazar la tendencia a creer que el relato se sostiene solo sin la existencia de una acción política previa. No hay relato posible sin acción. De esa ausencia deriva toda la liturgia del culto a la imagen, que tantas decepciones ha causado entre el electorado con personajes encumbrados por gabinetes de imagen sin decencia a la hora de ensalzar tipos sin valía alguna.
La personalización de los partidos en la figura de su líder máximo, acarrea réditos inmediatos pero, a la larga, graves problemas. Y ello habida cuenta de que la exposición pública prolongada de un personaje daña subjetivamente al líder así personalizado. Está demostrado el fenómeno de la pleonexia, que consiste en una psicopatología derivada de los efectos de las proyecciones masivas, afectos incluidos, sobre personajes públicos. Esos baños de masas generan a la postre pulsiones narcisistas, de dependencia profunda y difícilmente superable en el plano psicológico por líderes sometidos a exhibiciones, presiones y responsabilidades políticas y electorales de enorme entidad.
Colectivos de debate y discusión
Los partidos de la coalición gubernamental no son solo ni únicamente su líder supremo; son más bien colectivos de acción y pensamiento, de discusión y debate, ejercidos por equipos y organizaciones partidarias cuyos rostros la gente de a pie necesita conocer. Su voto lo exige. Las fotos de filas horizontales de dirigentes políticos del mismo partido que avanzan al mismo paso hacia la cámara solo son añagazas que suelen esconder estructuras piramidales jerarquizadas en exceso.
Los asuntos de imagen han de basarse en una surte de valor de uso, es decir, en la capacidad real del líder tratado, sus merecimientos de todo tipo, su personalidad, sus ideas y voluntades, con los que resaltar un valor de cambio, un prestigio asentado en atributos reales, no inventados. Trocar esta dualidad falsamente ha sido y es causa de problemas políticos que paga el ciudadano en sus carnes.