Ya de niñas se presumía que una iba a ser más alta que la otra. Aunque eran buenas, también eran más listas que el hambre y, sin ser familia, llegaron a ser hermanas, más que hermanas, vicepresidentas. Ascendieron a tan altas responsabilidades por buenas y porque se prometieron solidaridad cómplice, amistad inquebrantable: el jefe así las distinguía y España así las valoraba.
La una, que ya tuvo un hijo de improviso, se casó con un ferretero importante, que tenía hierros o algo así y que desayunaba manzanas peladas en el Villamagna. La otra llegó a nupcias con un señor desconocido que ascendió por méritos acumulados a jefe de no sé qué teléfonos con sueldo acompasado a la dignidad de la cónyuge. Aquellas niñas buenas besaban con la boca cerrada y podían morder de la misma manera, sin miedo a ser descubiertas.
El Supremo un día les invitó a que pidieran, aunque fuese la mitad de su reino. Yo “prime”, se adelantó la más bajita… y exigió el CESID, para asegurar el respeto a los demás. La otra, se conformó con ver los tanques desde lejos. Ambas pidieron favores particulares a quienes pronto olvidaron porque Pilato, antes de morir, les señaló el sitio donde encontrar la palangana.
Pedro Villarejo
La realidad dibujada a través de una historia es más efectiva. No es necesario nombrar a las que se proponen. En la fila del lavatorio todos se conocen. No habrá en los ríos agua suficiente para llevarse tanta impureza.