Yolanda Díaz es una emoción perdida. Me gusta la variedad de sus trajes, su pulido “aliño indumentario” y ese modo de besar apasionado que terminará desgastando las ajenas mejillas como gota constante que perforase indiferencias.
Cuando va de visita al Vaticano aparece igual que muchacha piadosa envuelta en místicos encajes para dar la impresión que ella es creyente. No se sabe en quién cree. Desdora sus reflexiones habladas con posteriores abrazos a los ofendidos y deja en seguida mullida la alfombra de la duda en busca del inmenso piso que le aguarda.
Tiene toda la pinta de postal en blanco y negro de aquellas que mandaban las novias a sus soldados antes de que Aznar nos robara el privilegio de servir a la Patria. “Puede que sea la primera mujer Presidenta de Gobierno”, sentenció Pablo Iglesias al dejarla caer como un meteorito sobre el versátil consejo de ministros. Ahora es sólo una muñeca que se queja de la indisciplina gubernamental sin darse cuenta que es ella de las primeras anarquistas.