Netflix ha vuelto a lograrlo. Con apenas cinco episodios, Nadie los vio partir se ha instalado entre lo más visto de la plataforma. Lo que la distingue no es solo su estética sesentera cuidadosamente recreada, sino la verdad que guarda detrás: la historia de una niña secuestrada por su propio padre.
Dirigida por Lucía Puenzo, Nicolás Puenzo y Samuel Kishi, la serie está basada en el libro homónimo de Tamara Trottner. En él, la autora relata su experiencia desde la infancia, cuando fue separada de su madre junto a su hermano. Todo comenzó en su quinto cumpleaños. Su padre los llevó a un supuesto viaje, que se transformó en un cautiverio de dos años. «Al principio creímos que era un viaje, pero después preguntamos por mamá, mi perro, mi escuela, y nadie nos respondió», recordaba Trottner en una entrevista.
Netflix adapta esa historia con delicadeza, combinando thriller y drama familiar. En pantalla, Valeria Goldberg, interpretada por Tessa Ía, enfrenta la angustia de una madre que regresa para descubrir que su esposo, Leo Saltzman (Emiliano Zurita), ha desaparecido con sus hijos. La trama refleja los abusos emocionales y el control silencioso que puede esconderse detrás de familias aparentemente perfectas, según ha publicado Cinemanía.
El secuestro forzado llevó a los niños por países como Italia, Francia, Sudáfrica e Israel. La serie muestra no solo los traslados físicos, sino también los choques culturales que vivieron. En Sudáfrica, por ejemplo, experimentan la discriminación y la tensión de la era del apartheid. En Israel, viven en un kibutz, donde los niños eran criados colectivamente, lejos de sus padres, en un entorno rígido y opresivo.
Lo que conmueve no es solo la crudeza de los hechos, sino la mirada de la serie. No busca juzgar, sino comprender. Trottner misma reflexiona: «No se vale secuestrar niños, pero también entendí que mi padre fue manipulado por su propio padre, un hombre muy poderoso». Esa ambigüedad moral dota a la historia de una profundidad poco habitual en producciones basadas en hechos reales.
Con menos de cinco horas en total, la miniserie se ve de una sentada. Pero su impacto permanece. Evita el morbo y se centra en las cicatrices invisibles del trauma. El resultado es una historia que no solo se mira, sino que se siente. Queda rondando en la mente del espectador mucho después de apagar la pantalla.