El pensamiento de los seres humanos desborda casi siempre la interpretación que pueda hacer el de enfrente. A mi parecer, el Papa León XIV desprende una serenidad afilada, un propósito que aguarda su momento para estallar lúcidamente en el corazón de la Iglesia. Diera la impresión que está removiendo las aguas del fondo sin que se note demasiado en las olas de afuera. Tarea inmensa la suya hilvanado la complejidad de que encaje la doctrina de Jesucristo en las mentes de un mundo tan perdido.
Un millón de jóvenes, treinta mil españoles, se acercan a Roma estos días esperando luz para sus vidas, antorchas que les permitan encontrarse con Dios sin sobresaltos. Ellos saben que han de toparse con Él y buscan las palabras, los gestos, los ejemplos de quienes, como cristianos, tenemos la responsabilidad de romper las vasijas de barro para mostrar el tesoro escondido que supone creer y ser coherentes en la vida con la fe profesada.
Esta multitud de jóvenes buscan en el Jubileo que el Papa les enseñe a salir de la “gran tribulación” de una vida que arde en confusión de llamas. Cristo dirá a cada uno, en secreto, lo que debe escuchar. Yo les animo a que sean valientes porque, como escribe René en su laberinto, el demonio perfora en un descuido las almas y las piedras.