La epifanía del amor: las tres mujeres que más amé

6 de noviembre de 2025
3 minutos de lectura
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«El arte lava del alma el polvo de la vida cotidiana.» – Pablo Picasso

La memoria, caprichosa y selectiva, a veces nos regala visiones que se anclan en el alma con la fuerza de un ancla en alta mar. Mi reencuentro con esta estampa no provino de un viejo álbum, sino de un acto de pura revelación: las vi en las cáscaras de la pintura que se desprendían de una pared, y en esas formas efímeras y desgarradas, mi corazón de poeta logró asir algo que había sido etéreo para darle forma. Con el sosiego que solo los años confieren, me adentré en esa visión que, desde entonces, busco dotar de nitidez en mi mente, mi alma y mi corazón, como si la precisión pudiera vencer la distancia de un anhelo inconcluso.

La estampa que se despliega ante la visión, ahora plasmada en esta forma para ser compartida, evoca un diálogo silente entre tres figuras que bien podrían ser los pilares del afecto. Son ellas, sin duda, las tres mujeres a quien más amé. Al centro, una joven de pie, esbelta y con la serena dignidad de quien ha arraigado su existencia en la tierra, se yergue sutilmente apoyada en la venerable robustez de un árbol centenario. Su postura, aunque erguida, no es de rigidez, sino de una contención que sugiere una profunda calma interior, como el lirio que se alza impasible ante la brisa de la vida, esperando quizás una caricia que nunca llega a posarse.

Frente a ella, en un plano más cercano y con una gracia que evoca la humildad de la meditación o la espera devota, se halla una segunda figura. Esta joven, arrodillada, dirige su mirada con una introspección que parece conversar con el espacio, como si la intensidad de su entrega fuese absorbida por el silencio. Su vestido de terciopelo, ricamente bordado, nos susurra historias de una ofrenda sin garantía de reciprocidad. Sus manos, entrelazadas o quizás descansando con delicadeza, añaden una capa de vulnerabilidad y reverencia a su postura, una entrega que se basta a sí misma, a pesar del dolor implícito.

Finalmente, en un tercer plano de esta composición —y aquí reside la clave de la distancia íntima—, se encuentra una mujer sentada. Su presencia es la de una matriarca serena, una figura tutelar cuya experiencia se refleja en la placidez de su semblante. El sofá sobre el que descansa se integra en el entorno, pero su posición es de observadora contenida. Es una figura que provee un anclaje inquebrantable a la narrativa visual, un pilar sobre el cual las otras dos figuras parecen gravitar en una sutil danza de interacciones no verbales, de afectos velados y de amores cuya pasión se ha depositado sin esperar un eco.

El jardín, con sus rosales blancos trepando por muros de piedra y la atmósfera brumosa impregnada de una luz dorada, no es meramente un escenario. Es un testigo silente que envuelve a las figuras en un aura de atemporalidad. Las rosas, símbolos universales de belleza y de lo efímero, nos recuerdan la fugacidad de la existencia y la persistencia inquebrantable de la belleza en el devenir de los años, incluso cuando el destino del amor se sabe solitario.

La tarea de recrear una visión, especialmente cuando esta proviene de las profundidades del alma, es un acto de arqueología estética y emocional. No se trata solo de delinear formas, sino de inferir intenciones y de restaurar la atmósfera, la emoción y la narrativa subyacente que el tiempo, lejos de borrar, ha decantado en pura melancolía. La belleza plasmada aquí se convierte en el lenguaje del dolor, permitiendo que la historia siga contándose con una nueva vitalidad, aunque su esencia sea la de una pasión depositada en el vacío.

Aunque la búsqueda de la perfección en la fidelidad al recuerdo es un horizonte inalcanzable, la capacidad de plasmarlo nos obliga a reflexionar sobre la esencia misma de la representación del amor. Esta estampa, finalmente nítida, es una invitación a que el lector escuche el eco del afecto más profundo, y a que descubra en la quietud de estas mujeres la «soberbia serena» de un corazón que se entregó sin reservas.

«La belleza es el acuerdo entre el contenido y la forma.» – André Gide

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