La acepción del vocablo educación, a la que se contrae este artículo, no es la referida al nivel de instrucción o al cúmulo de conocimientos académicos certificados, sino a la cortesía, la decencia en el trato y los buenos modales, virtudes cardinales del comportamiento social que, en un plano de estricto deber ser, se reputarían directamente proporcionales al grado de cultura académica del hombre y de la mujer.
Se ha perpetuado la noción, casi a modo de axioma social, de que la elevación de la persona a las cumbres del saber formal —la posesión de títulos, postgrados y diplomas que adornan el currículum— debería venir inexorablemente acompañada de un talante afable, respetuoso y profundamente cortés. Es la expectativa natural de la sociedad, que supone una sintonía intrínseca entre la ilustración del intelecto y la nobleza del espíritu.
Sin embargo, si se observa el tejido social con una óptica desapasionada y se prescinde de los prejuicios que atan la cortesía exclusivamente a los salones universitarios, se advierte que esta supuesta proporción en ningún modo constituye una regla inquebrantable. Existe, de hecho, un fenómeno satisfactorio y conmovedor, que desmiente la rigidez de esta creencia: el caso de personas que, sin haber tenido la oportunidad o la suerte de acceder a la educación formal, a la instrucción sistemática, desbordan una gentileza inusual y una amabilidad que desarma, una cortesía que no exige reciprocidad y un buen trato que se extiende a propios y extraños por igual.
En estos seres, la fuente del buen comportamiento no es un manual de urbanidad aprendido en un aula, sino una clara e indiscutible formación familiar, un legado de valores transmitidos en el seno del hogar, que les proyecta como individuos de maneras educadas. Su cortesía es llana y sin hipocresías, reflejando el estado de la pureza de su espíritu. La bondad de su trato no está sujeta al escrutinio ni al filtro del ego, ni se somete su conciencia a la evaluación de su estado de ánimo, ni a la conveniencia de un saludo estratégico, ni a la fría aritmética de las ganancias que le generaría seleccionar con quién ser educado y con quién no serlo, o el momento oportuno para serlo.
La contracara de esta pureza es la simulación, ese drama cotidiano donde mucha gente noble, sin reticencias de espíritu, sucumbe ante el aparente y conveniente buen trato de quien, en realidad, está urdiendo una manipulación.
El individuo malicioso, el ciudadano o ciudadana enmascarada, hace de la cortesía un artificio de laboratorio. Su saludo y su aparente buen trato para con sus semejantes son herramientas diseñadas para pescar en río revuelto, para obtener ventajas o lograr objetivos que le serían negados si se descubriera su real esencia. Esta personalidad calculadora selecciona cuidadosamente el momento para hacerse ver educado o educada; un trato que es obligado por las circunstancias de los escenarios, un disfraz que oculta una personalidad no censurable socialmente.
Una cosa es el trato diáfano, característico y constante de una persona, esa virtud que le es connatural y que emana de un carácter afable y cordial. Y otra muy distinta es el trato que se advierte programado, cual estratagema, que sorprende por no ser la cortesía y el buen talante condiciones ordinarias de esa persona. Es un actuar condicionado, un ardid táctico. Esta disimulación nos retrotrae inevitablemente al ancestral episodio del caballo de Troya, en el que la apariencia de un regalo o un gesto de paz escondía la perdición. Así lo sentenció el sacerdote troyano: «Temo a los griegos, hasta cuando llegan con regalos» (Timeo Danaos et dona ferentes).
Esta máxima, aludida por Laocoonte, adquiere una vigencia aterradora en el contexto de las relaciones humanas: hay que temer a la cortesía cuando no es auténtica, pues el buen gesto, cuando es un regalo interesado, es la piedra que esconde la mano que la lanzará.
Aquí reside la profunda interpelación que plantea el título: ¿La educación; una comida rancia?
El autor nos ofrece una analogía potente y perturbadora. La comida rancia es aquel alimento que ha perdido su frescura y salubridad, que se consume solo en virtud de la necesidad extrema –el hambre– y bajo el riesgo palpable de perder la salud.
La educación, entendida como el buen trato, no debe ser jamás esta comida rancia. No debe ser una opción seleccionada de la que, en virtud de la necesidad del momento o de la situación que atravieses, tú puedas decidir si te la comes o no. El buen trato no puede ser un recurso de supervivencia ni un medio de chantaje social.
Consumir la «comida rancia» de la cortesía interesada es el precio que paga la sociedad por tolerar la hipocresía calculada. Es satisfacer un hambre momentánea (obtener un favor, una ganancia, un acceso) a costa de la salud del tejido social, que se contamina con la falsedad.
Un hombre o una mujer educados no necesitan deliberar si serán corteses, pues les es connatural su carácter; actúan desde la pureza de su emisión. El malicioso, en cambio, utiliza la cortesía como la ración rancia: la ingiere y la ofrece cuando le conviene, aceptando el riesgo de la náusea moral, porque el fin justifica el medio.
La educación, en los términos aquí expuestos —como expresión inalterable de respeto y autenticidad—, es el salvoconducto de las óptimas relaciones humanas. Por ello, no debe ser una exigencia reservada para unos pocos, ni una práctica elitista, sino que debe ser el ejemplo de todos para con todos.
Los gestos de amabilidad no deben constituir morisquetas acartonadas, poses aprendidas o rituales vacíos; deben ser, por el contrario, honestos reflejos de un espíritu desenfadado, una emanación constante que no se detiene a calcular el rédito. Solo de esta manera el buen trato puede envolver reciprocidad por la pureza de su emisión, construyendo un mundo donde la cortesía sea el pan de cada día, siempre fresco, nunca rancio.
«Más vale un minuto de vida franca y sincera que cien años de hipocresía.» Ángel Ganivet
Dr. Crisanto Gregorio León
Profesor Universitario