En la isla de Spitsbergen, la más grande del archipiélago de Svalbard (Noruega), rige una norma tan sorprendente como real: allí no se puede morir. Si una persona enferma de gravedad o fallece de manera repentina, debe ser trasladada al continente, donde recibirá tratamiento médico o será enterrada.
La medida se instauró en la década de 1950, cuando se descubrió que los cadáveres sepultados en el cementerio de Longyearbyen no se descomponían por culpa del permafrost, la capa de suelo permanentemente congelada que cubre la isla. Esta peculiaridad planteaba un riesgo sanitario, ya que los cuerpos podían conservar virus y bacterias durante décadas. El cementerio se clausuró y los entierros quedaron prohibidos en toda la isla, que cuenta hoy con unos 2.000 habitantes.
En Spitsbergen tampoco hay hospital ni residencia de ancianos. Cualquier complicación médica grave obliga a evacuar al paciente al continente para recibir atención especializada, lo que refuerza la idea de que el final de la vida no debe producirse en la isla.
La singularidad quedó aún más clara en 1998, cuando científicos exhumaron cuerpos de la pandemia de gripe de 1918 y hallaron rastros intactos del virus en los tejidos. Este hallazgo confirmó que los riesgos de mantener enterramientos en el permafrost eran reales.
Más allá de esta insólita prohibición, Spitsbergen es también famosa por albergar el Banco Mundial de Semillas, una bóveda subterránea diseñada para preservar millones de variedades de cultivos. Este depósito actúa como seguro global frente a desastres naturales, guerras o crisis alimentarias, convirtiendo a la isla en un lugar único tanto por sus normas como por su papel en la protección del futuro de la humanidad.