Hoy: 3 de diciembre de 2024
Las movilizaciones de los últimos días han dejado patentes numerosas reclamaciones de los agricultores españoles. Una de las más escuchadas es la gran cantidad de restricciones que existen en la Unión Europea sobre el uso de pesticidas en el cultivo, aun más difíciles de comprender si atendemos al aumento de importaciones de terceros países que no respetan estas limitaciones. Sin embargo, la legislación sobre estos productos responde a una necesidad urgente de controlar los productos que se utilizan sobre los alimentos.
La mayoría de estudios concuerda en que el uso indiscriminado de pesticidas siempre tiene un efecto negativo a largo plazo. Cuando se utiliza por primera vez un compuesto químico, el cultivo experimenta un rápido crecimiento y aumenta la producción. De esta manera, dará más frutos en los primeros meses, por lo que estos productos se vuelven muy atractivos. No obstante, los cultivos no son capaces de sostener este ritmo de producción a largo plazo, sino todo lo contrario.
Conforme se van añadiendo más herbicidas, el suelo se vuelve más débil y las plagas más resistentes a los mismos. Del mismo modo que consumir fármacos en exceso puede debilitar el sistema inmunológico de las personas, el exceso de químicos genera un ‘efecto rebote’ que acaba mermando la producción agrícola.
Los plaguicidas comenzaron a utilizarse intensivamente hacia 1940, y desde entonces el número de especies y plagas que atacan los cultivos se ha incrementado significativamente. Estos productos acaban con muchos predadores naturales al tiempo que vuelven resistentes a los insectos, por lo que con el tiempo se produce un ‘efecto boomerang’ que perjudica a la producción.
Estos químicos también matan a los organismos encargados de descomponer la materia orgánica, producir nitrato o polinizar las flores. Además, contaminan el sustrato y el agua, con efectos a largo plazo perjudiciales para la salud del suelo y de las personas.
Según los datos de EFE:verde, España es el mayor consumidor de pesticidas dañinos de de la UE. Y a nivel global la situación no es mucho mejor. La revista científica BCM Public Health reveló que los envenenamientos por estos productos han escalado de 25 millones en 1990 a 385 millones en 2022. Esto implica que alrededor del 44% de los trabajadores del sector agrario queda contaminado a lo largo del año. Tomando como referencia estos datos, la necesidad de regulaciones estrictas parece evidente.
En un primer momento, la opción de utilizar productos artificiales para mejorar el rendimiento parece ser lo ideal. El crecimiento es inmediato y los beneficios del cultivo aumentan considerablemente, por lo que el agricultor y la planta se vuelven dependientes del sistema. Sin embargo, la ‘adicción’ y el debilitamiento que desarrollan las cultivos implican que cada vez necesitan más productos, por lo que a largo plazo también se produce un severo aumento en los costes de producción.
En este círculo vicioso, el principal beneficiado es el fabricante del producto, el ‘dealer’ que suministra la droga que engancha a las plantas. A pesar de que la UE elimina gran parte de los productos que considera dañinos u obsoletos, la mayoría se retiran del mercado porque los fabricantes ni siquiera presentan “la abundante y costosa documentación (características fisicoquímicas de la molécula, estudios toxicológicos, ecotoxicológicos, de residuos, etc.)”.
Por otra parte, la presión que ejercen los distribuidores sobre el mercado es cada vez mayor. En 2023, el precio del aceite de oliva se disparó cerca de un 70% en los supermercados, superando los diez euros el litro en origen, según Facua-Consumidores. Sin embargo, los agricultores apenas ingresaron entre 0,80 y 1,60 euros por kilo de aceitunas para la producción de aceite.
Además, los productos cada vez son peor pagados, o en su defecto se mantienen estables. Esta situación contrasta con la demanda del mercado, que cada vez exige más productos vegetales para llevar a cabo una alimentación saludable.
Muchos agricultores son conscientes de este fenómeno, como se ha podido ver en las protestas de la última semana en superficies como Mercadona, con ataques que ya se han cobrado varios detenidos. Sin embargo, estas demandas no son las que están copando el discurso mayoritario, más centrado en las regulaciones y el exceso de burocracia.
Sin duda, la burocracia también es un escollo importante para los agricultores europeos, especialmente los minifundistas. Para el pequeño agricultor, solicitar ayudas como la Política Agraria Común (PAC) supone un proceso de papeleo interminable que dificulta la gestión y limita el acceso a estos fondos. No es de extrañar que los productores europeos lleven años clamando contra una regulación que también satura a la Administración Pública.
Al mismo tiempo, los vegetales traídos desde Marruecos, Turquía o Egipto son más baratos y se cultivan durante todo el año. Sus costes de producción son más reducidos debido a la falta de control sobre los químicos y las condiciones laborales. A pesar de ello, la falta de medidas proteccionistas en el modelo de libre comercio europeo permite a estos países comerciar con otros países en las mismas condiciones.
Para más inri, la competencia viene muchas veces de los propios paisanos, ya que en países como Sudáfrica los agricultores valencianos controlan buena parte del mercado de cítricos que hace la competencia a las naranjas españolas.
En definitiva, las movilizaciones de los agricultores son legítimas y aluden a factores que sin duda agravan la situación de crisis en el sector. No obstante, el principal problema de la legislación vigente y la política europea reside en la ausencia de control sobre las importaciones de productos extranjeros, que apenas cuentan con resticciones y favorecen la precariedad del sector al ofrecer precios mucho más competitivos. Además, la regulación de los pesticidas es a todas luces insuficiente, si bien necesaria, y también contribuye en el encarecimiento de un sector donde los únicos que parecen perder dinero son los que trabajan la tierra.