La figura de José de Arimatea nos confronta con la tensión entre el poder humano y la piedad espiritual. Siendo un hombre acaudalado, miembro del Sanedrín (el consejo supremo judío) y oriundo de la ciudad de Arimatea, poseía una posición social de influencia y respeto. Sin embargo, los evangelios lo describen no solo como un hombre justo que no había consentido la condena de Jesús, sino también como un discípulo secreto (Juan 19:38), retenido por el miedo a sus colegas y a las autoridades.
En la vida, existen momentos donde el espíritu, que conoce la verdad y desea actuar, se ve paralizado por el cuerpo o, en este caso, por la posición social y el miedo a la pérdida. El alma de José anhelaba seguir a Jesús, pero su prudencia mundana lo mantenía en las sombras.
El momento crucial llegó tras la crucifixión. En ese punto, Jesús ya no era una amenaza política; era un cuerpo humillado y abandonado. Es aquí donde la nobleza del espíritu de José triunfa sobre su miedo. En un acto de gran valentía (Marcos 15:43), José de Arimatea se presentó ante Pilato para solicitar formalmente el cuerpo de Jesús.
Este gesto era extraordinario. Pedir el cuerpo de un ejecutado por traición era asociarse públicamente con un criminal condenado y arriesgar su reputación, su estatus social dentro del Sanedrín e, incluso, su propia seguridad. La tradición cuenta, de hecho, que su acto de piedad le costó el encarcelamiento a manos de las autoridades judías, demostrando que su fe fue valiente hasta sus últimas consecuencias.
Su acción no se detuvo en la solicitud. Junto con Nicodemo (otro fariseo y discípulo secreto, amigo y leal a Jesús), José demostró un cuidado amoroso y una dedicación plena:
Al ceder su propia tumba, José de Arimatea le dio a Jesús un sepulcro honroso. Este acto no solo fue de bondad, sino que también cumplió proféticamente el destino del siervo sufriente, quien fue enterrado con los ricos a pesar de haber muerto entre malhechores (Isaías 53:9). Este hombre rico, temeroso al principio, se convirtió en el instrumento providencial que garantizó la noble sepultura del Mesías.
El lienzo de lino limpio (sindōn) que José de Arimatea usó para envolver a Jesús, según lo narran los Evangelios, ha pasado a ser objeto de una de las mayores controversias históricas y de fe: su identificación con la Sábana Santa de Turín. Se le conoce como «de Turín» porque esta ciudad italiana es donde se custodia permanentemente desde finales del siglo XVI, sin que el nombre tenga relación alguna con el momento de la sepultura.
La tradición cristiana siempre ha sostenido que este lienzo es el mismo que tocó el cuerpo de Cristo en el sepulcro de José. Las imágenes visibles en el lino, que muestran a un hombre crucificado con heridas idénticas a las descritas en la Pasión (incluyendo la corona de espinas, la flagelación romana y la herida de lanza en el costado), refuerzan poderosamente esta creencia. Aunque la datación por Carbono-14 de 1988 sugiere una procedencia medieval (siglos XIII-XIV), existen numerosos contra-argumentos científicos que apuntan a una antigüedad mucho mayor. Los estudios forenses de las heridas, la presencia de polen de especies botánicas propias de Jerusalén y las evidencias que indican que la imagen no fue pintada, sugieren que la sindōn de José de Arimatea podría estar más cerca de la realidad de lo que la ciencia puede confirmar con certeza. Al margen del debate, la Sábana de Turín es, en esencia, un poderoso espejo que nos invita a reflexionar sobre el sacrificio de Jesús y la piadosa acción de José en la hora de la verdad.
La amistad y la lealtad de José de Arimatea y Nicodemo se manifestaron en el momento de mayor soledad y desamparo de Jesús. Su acción no fue un acto de proselitismo en vida, sino una Obra de Misericordia en la muerte.
Al hacerse cargo de un cuerpo despojado y al proveerle un sepulcro digno, cumplieron a cabalidad lo que Jesús mismo enseñaría sobre el Juicio Final (Mateo 25):
La enseñanza de José de Arimatea no está en su riqueza o su rango, sino en su oportunidad y valentía. Él nos enseña que el verdadero amor a Dios se demuestra sirviendo al prójimo en su necesidad más básica. Si bien no podemos darle sepultura a Cristo hoy, podemos cumplir su mandato a través del servicio incondicional a los que hoy están desvalidos, desnudos, forasteros, o enfermos.
Su legado es un llamado al lector: El espíritu de servicio debe triunfar sobre el miedo y la comodidad del cuerpo y el estatus social. Seamos discípulos, no secretos ni temerosos, sino valientes y oportunos, pues cada acto de caridad hacia un hermano es un acto realizado directamente a Jesús.
La lección de José de Arimatea y Nicodemo es tan real hoy como lo fue hace dos mil años. Yo mismo, en mi largo camino como profesor universitario, he experimentado esta tensión: he visto a alumnos que, al igual que los evangelistas de la hora oscura, me han socorrido en mis momentos de enfermedad o necesidad, cumpliendo de manera anónima y valiente la Obra de Misericordia. Y también he visto, con tristeza, a aquellos que, por miedo, olvido o la comodidad de su estatus social (la «posición social»), han preferido mantenerse en la sombra. Es un llamado a todos: el verdadero aprendizaje se demuestra en el servicio y en la lealtad, no en el aula.
“Todo lo que no es dado, se pierde.” (Proverbio Sufí)
Doctor Crisanto Gregorio León