Desde el primer momento en que la vio, supo que la protegería. Hermanota, con apenas tres años y chirolas, miró con curiosidad a ese ser pequeño y frágil que acababa de llegar a su vida. No entendía del todo lo que significaba tener una hermana, pero sí sintió en su corazón la certeza de que, pasara lo que pasara, su hermanita sería su tesoro más preciado. Así comenzó una historia de amor entrañable, de complicidad infinita, de travesuras y de risas compartidas. La relación entre hermanas es única, distinta a cualquier otro vínculo.
Es un amor que se construye en el día a día, en la convivencia, en los pequeños gestos de cuidado mutuo, en los momentos de alegría y en los de dificultad. Es, en definitiva, una relación inquebrantable, tejida con lazos invisibles que ni el tiempo ni la distancia pueden romper. Desde pequeña, Hermanita encontró en su hermana mayor un modelo a seguir. Quería copiarla en todo: en la ropa que usaba, en la forma en que hablaba, en los gestos, en las canciones que escuchaba. Pero, al mismo tiempo, quería hacer todo primero.
Si Hermanota había comenzado a salir a bailar a los 13 años, ella debía hacerlo a los 11. Si su hermana mayor estrenaba un color de esmalte, ella se lo ponía también, pero con un detalle diferente para marcar su propio estilo. Eran dos espejos que se reflejaban mutuamente, pero cada una con su luz propia. Hermanita encontraba en su hermana mayor un camino trazado, una guía para moverse por el mundo, pero nunca dejó de imprimir su propia esencia en cada paso que daba.
Si algo caracterizaba a estas hermanas era su diferencia de temperamentos. Mientras Hermanota era energía pura, inquieta, arriesgada, amante del hockey sobre césped y de la adrenalina de la competencia, hermanita prefería la calma y la gracia del ballet. Le encantaba moverse con elegancia, dejarse llevar por la música, encontrar en la danza una forma de expresar lo que las palabras no podían decir. Estas diferencias, lejos de alejarlas, las complementaban. Si hermanota necesitaba un respiro de su ajetreada vida deportiva, allí estaba su hermana para recordarle la belleza de la suavidad y el arte. Si hermanita necesitaba un poco más de valentía y arrojo, su hermana mayor la animaba a dar un paso más allá, a probar algo nuevo, a salir de su zona de confort. Eran polos opuestos que, en lugar de repelerse, se equilibraban.
El amor entre hermanas no solo se manifiesta en la admiración mutua o en el aprendizaje compartido, sino también en la defensa inquebrantable la una de la otra. Si una de ellas era regañada por sus padres, la otra salía en su defensa. Si alguien en la escuela se atrevía a hacerle daño a una de ellas, la otra se convertía en su escudo. Era un pacto silencioso, pero absoluto: nadie lastimaría a una sin enfrentarse a la otra. Esta solidaridad, esta complicidad en la adversidad, hacía que su relación fuera aún más fuerte. No importaba qué problemas tuvieran con sus amigos, con sus estudios o con sus propios miedos: siempre sabían que podían contar la una con la otra.
Las pruebas de la vida llegarían sin previo aviso. La adolescencia trajo consigo desafíos que pusieron a prueba su unión. Discusiones por ropa prestada sin permiso, diferencias en los horarios de salida y hasta algún desencuentro por amigos en común. Pero si algo tenía esta relación, era la capacidad de sanar rápidamente. Podían pasar horas sin hablarse después de un enojo, pero un simple «¿me ayudas con esto?» o «¿vamos a ver una película?» bastaba para que todo volviera a la normalidad. Porque en el fondo, sabían que nada podía ser más grande que el amor que las unía.
Y luego llegó la adultez. La etapa en la que las responsabilidades se multiplican y el tiempo libre escasea. La primera que se fue a estudiar lejos fue Hermanota, y con su partida, la casa se sintió más vacía. Hermanita pasó semanas sintiendo que algo le faltaba, hasta que aprendieron a sostenerse en la distancia. Llamadas nocturnas, mensajes improvisados, visitas sorpresivas. Descubrieron que la ausencia física no significaba distancia emocional. Y cuando fue el turno de hermanita de volar hacia nuevos horizontes, supieron que la enseñanza más grande que se habían dejado mutuamente era esa: el amor de hermanas es un faro que siempre encuentra el camino de regreso.
Los reencuentros en cada Navidad, en cada cumpleaños, en cada reunión familiar, se convirtieron en rituales sagrados. Podían pasar meses sin verse, pero al estar juntas, todo volvía a ser como antes. Las risas, las confidencias, los recuerdos que cobraban vida en cada anécdota contada una y otra vez. Y con el tiempo, los nuevos integrantes de la familia –parejas, hijos, amigos cercanos– se sumaron a ese lazo, pero jamás lo sustituyeron. Porque el amor entre hermanas es un territorio exclusivo, un lenguaje que solo ellas comprenden, una historia escrita en capítulos que nunca terminan.
Tal vez una de las pruebas más difíciles de la vida sea ver a la otra atravesar momentos de dolor. Enfermedades, pérdidas, fracasos. Pero ahí estaban, como siempre, la una para la otra. Tal vez sin palabras, tal vez solo con una mirada o con un abrazo en silencio, pero con la certeza de que, sin importar lo que pasara, ninguna estaría sola. Y en esos momentos, comprendieron que la infancia compartida era mucho más que un recuerdo lejano: era el cimiento sobre el cual habían construido un amor que ni el tiempo ni la adversidad podían quebrantar.
La vida sigue, las estaciones cambian, los años avanzan, pero hay algo que permanece inmutable: el amor entre hermanas. No es un amor perfecto, porque las diferencias y los desencuentros son inevitables. Pero es un amor auténtico, profundo y eterno. Un amor que se expresa en la confianza absoluta, en el apoyo incondicional, en la certeza de que, pase lo que pase, siempre se tendrán la una a la otra. Así, en cada despedida, en cada reencuentro, en cada risa compartida, en cada lágrima contenida, en cada gesto de amor silencioso, se reafirma lo que siempre supieron desde el primer día: ser hermanas es el regalo más valioso que la vida les pudo dar.
El tiempo puede pasar, las circunstancias pueden cambiar, pero hay algo que nunca se rompe: el amor entre hermanas. Es un lazo que trasciende las diferencias, las peleas pasajeras, las etapas de la vida. Es un refugio seguro en los días difíciles, una certeza en un mundo incierto. Con los años, ambas crecerán, tomarán rumbos distintos, tal vez formen sus propias familias, pero siempre habrá algo que las unirá. Una canción, un perfume, una frase que solo ellas entienden, un recuerdo de la infancia. Y en cada uno de esos detalles estará la certeza de que ninguna de las dos está sola. Porque el amor entre hermanas es eterno.
*Por su interés, reproducimos este artículo escrito por Rodrigo Agostini, publicado en El Litoral.