García Lorca en Buenos Aires. Capítulo XIV

14 de enero de 2024
5 minutos de lectura
Federico García Lorca
Federico García Lorca. | Valonia

Todavía viven en Buenos Aires muchos amigos de Lorca (1)

Recorreréis veinte veces un camino terrestre
Para llegar las veinte.
Y llegáis veinte veces, conseguís, alcanzáis
Trabajosamente, laboriosamente, difícilmente,
Penosamente,
la misma decepción
Terrestre.

Había escrito Charles Péguy.

Esto puede ser cierto si el camino se recorre en soledad. La decepción, cualquier decepción, no es más que un modo de haberse quedado solos. Otra es la vida del que se sabe acompañado. Pienso que a Dios no debiéramos pedirle solu­ciones, sino la compañía de su brazo, la ternura de su mano que sabe partir el pan. Y a Federico no le faltaron nunca ni Dios ni los amigos. A todas partes donde iba allí los en­contraba, o los llevaba dentro, bañados en el chorro de su fuente.

Sartre nos ha hablado incesantemente de que el hombre está solo y libre, sin sentido. Como náufragos sujetos a una tabla que no merece la pena, los hombres de Sartre son una pasión inútil, están condenados a la náusea. Pero he aquí que descu­brimos un día en el fondo de ese acabamiento un barco que viene, una bandera que no es la nube gris de todas las maña­nas. He aquí que en esta irreversible y desesperada so­ledad, alguien, de pronto, se levanta del agua para traernos un pez del remolino, para recuperarnos el horizonte feliz de la inocencia. Ese alguien es el amigo que Sartre desconoce, o peor, es el amigo que no quiere que exista y que Lorca en­contró en la rapidez de su necesidad. Si ese amigo no hubiera existido, Lorca lo hubiera inventado.

Cuando Federico llega a Buenos Aires son los amigos quienes lo traen. Lola Membrives desea que el poeta viva en Argentina la novedad multiplicada de sus éxitos y descubra a un pueblo que sabe apreciar la bueno y desechar lo mediocre. Y el pue­blo espera con avidez darle la mano, a ver si en los pulsos apa­recen más trotes de caballo o más zapateras arrepentidas.

Fueron muchísimos los que en Buenos Aires conocieron o intimaron con Federico García Lorca1. Cuando se escribió este libro, unos han muerto, a otros ha sido imposible localizarlos. A algunos preferí no mo­lestar… Por fin, seleccioné entre los posibles a dos hombres y a una mujer que no perdieron la memoria ni esa elegancia para el diálogo tan común en otros tiempos. Los tres me ha­blaron de Federico como si lo tuvieran presente. En los tres he adivinado la terrible pregunta que se hizo Green: “¿Qué mundo es este nuestro, para que tantas y tan hermosas cuali­dades se pierdan en él?”. Y en los tres la misma serenidad que dan los años, idéntico paisaje de juguetes perdidos.

EVA FRANCO, nombrada capitana por Federico, no ha abandonado su barco de soñadora. Es una de esas mujeres fuertes de la Escritura que ven pasar las tempestades desde su puesto de mando, sin que se le note por fuera el daño de la tormenta. Como diría Camus, toda su obra hablará de cier­ta forma de amor, por eso guarda en el mismo ropero el tra­je de Talía y el traje de su boda. Sabe que va a ser juzgada por sus sinceridades y sólo se permite un parpadeo para orde­nar el tiempo en la piedra tierna de sus ojos. La escucharemos hablar de Federico, asomado a la cumbre de su libertad, obligado a venir por la insistencia del amor.

EDMUNDO GUIBOURG está desconcertado: se le han ido noventa años por los desagües de un libro de historia. Su pa­labra conserva el tono de la lucha, aunque olvidó el bolsillo donde escondía la navaja. Un escritor —que acaso él cono­ció— le hizo aprender que los artistas son los únicos que nun­ca han hecho mal al mundo. Guibourg ama a los artistas y, sobre todo, a aquellos que hicieron de la vida un arte. García Lorca se le cruzó una tarde y Guibourg lo sujetó con la fuerza delicada con que se aprieta un pájaro en la mano. A los pocos meses el pájaro voló y el crítico guarda, desde entonces, una pluma entre los dedos que ahora enseña como un trofeo que le pertenece. A Edmundo Guibourg no le han sabido decir —yo tampoco me atrevo— que en su enorme caja de Pandora está también la esperanza; Aquella, siempre enfrentada en Federico con el fatalismo.

JUAN REFORZO, el más joven de los buscados amigos del poeta, sabe imitar el acento de García Lorca escuchado en las tertulias de su casa. De tanto pisar las tablas con su madre, le quedaron astillas en la mirada. Sobre todo, cuando tiene que levantar, como Sísifo, la piedra de los recuerdos. Lo que sabe de Lorca, más que por él mismo, lo sabe por Lola Membrives, cuya pasión por el teatro la mantuvo niña hasta su último día. Niña y niño, Lola y Federico ensartaron los días con las noches hablando de posturas, de chispas que arrancaban a las estrellas. Hasta que sus mismos personajes sentían compasión de tanto esfuerzo y los dejaban dormir sobre los almohadones de la dicha. Pocos pueden entender este delirio de haber acabado un trabajo de espíritu. San Gregorio nos dice que los bienes materiales, cuando no se poseen, parecen los más preciosos de todos; los bienes espirituales, por el contrario, mientras no los gustamos, parecen irreales. Irreales parecen los gozos de Lola y Federico que se sienten criaturas y creadores, al mismo tiempo. Con semejantes gozos no se puede dormir: sería como interrumpir una escalada al borde de la cima. Lola y Federico no quieren conceder descanso a la felicidad.

Estos son tres de los muchos amigos que tuvo Lorca en Buenos Aires.

Eulalia Dolores de la Higuera exige en su libro granadino: ¡Busquen, busquen, ahora que hay tiempo todavía, a los pocos amigos que van quedando de Federico García Lorca. Los busqué en su momento y aquí están. Hablando con ellos me vino a la memoria este cuento de Herman Hesse:

Augusto había recibido en la soledad de su madre cuando lo tuvo, el regalo de un padrino misterioso que concedió al niño lo que la señora Elisabeth pidió para él: QUE FUERA AMA­DO POR TODOS.

Así creció el hijo, rodeado de mimos, entre alabanzas por méritos de los que Augusto no era responsable, pues todo era un don.

Los halagos hicieron de Augusto un adolescente caprichoso y más tarde un joven despreciativo. Pero en medio de los aga­sajos que le trajo la fortuna, Augusto no era feliz. Y decidió quitarse la vida.

Con el veneno ya en la mano para morir, aquel padrino del mejor regalo sorprende al suicida haciéndose responsable de sus desdichas:

—“Estas a tiempo, Augusto, puedes cambiar el don que te ofre­cí aquel día obedeciendo al ruego de tu madre”.

Y el que era amado por todos descubrió por primera vez la raya de la esperanza.

—“Te agradezco, bueno y poderoso padrino, esta oportunidad que vuelves a regalarme. Concédeme QUE SEA YO AHORA EL QUE COMIENCE A AMAR”.

Y Augusto se olvidó de la muerte porque ya era feliz. . .

Contrariamente a Augusto, Federico García Lorca recibió en su principio el don de amar a todos y, por esas raras excepciones de la vida, por todos fue correspondido. Por todos no, por casi todos. Y ese casi, sin pretenderlo, quebró la delgada frontera que siempre lo separó de la felicidad.

Pues esta noche tendrán
mis mejillas roja sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.
¡No haya sombra ni emboscada,
que no pueden escaparse!
¡Que quiero entrar en un pecho
para poder calentarme!
¡Un corazón para mí!
¡Caliente!, que se derrame
por los montes de mi pecho;
dejadme entrar, ¡ay, dejadme!2

NOTAS

1 En los múltiples agasajos que Isabel García Lorca recibió en su reciente y pri­mera visita a Buenos Aires, habrá podido comprobar cuántos devotos siguen manteniendo viva la imagen de su hermano.

2 O. C. II Pág. 593.

1 Comment

  1. ¡Como siempre magnifico!
    Consigue saciar mi sed de conocimiento y esa agua fresca me
    satisface hasta el punto álgido del
    deseo de, querer saber más.
    Esperando el siguiente capitulo.
    Con mi admiración.
    Gracias.

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