Me cuesta reconocer en este tiempo algo del pasado, es como si todo lo conocido estuviera sufriendo una metamorfosis.
Cada día transcurre con más normas y más prohibiciones, lo que antes estaba permitido, ahora no sirve, no es apropiado. Muchas de las normas que me enseñaron y con las que crecí ahora resulta que eran malas para mi formación como ser humano. Esas costumbres de antaño que hoy en día muchos añoramos las están erradicando, hasta tenemos nuevas formas de hablar y de dirigirnos los unos a los otros.
Y yo me pregunto, ¿para qué? ¿Qué ganamos con eso? Y ¿qué hacemos? ¡Nada! ¿Sabemos por qué? ¿Secuestraron quizás nuestras voluntades y nos taparon la boca? ¿Es que tenemos que reciclar nuestros recuerdos? Con decirnos que estamos en el siglo XXI y que todo tiene que cambiar nos sometemos, es lo que hay.
Pretendernos ser innovadores, pero debe ser un simple espejismo, pues simplemente copiamos. Todo lo que se lanza como novedad es el regreso de otras épocas, solo que lo colorean y nos lo envuelve en un precioso papel con distintas tonalidades. Nos dicen que vivíamos en blanco y negro, pero yo siempre vi el color intenso de nuestros bosques; el cielo azul; las puestas de sol, que son imposibles de olvidar; y el color esmeralda del agua del mar. Yo conocí esos tiempos, los recuerdo de forma diferente a como nos lo cuentan.
Jamás pensé que las fábulas, los cuentos y los refranes que nos contaban nuestros abuelos cuando éramos niños y que nos parecían maravillosos, nos malformaban la mente porque eran dañinos y perversos. ¿No éramos niños inocentes? Jamás pensé que aquello nos estaba deformando la visión correcta de distinguir lo bueno de lo malo. Me niego a creerlo…
Mi infancia fue feliz y llena de amor. Las familias estaban unidas, se reunían los domingos y en las celebraciones éramos felices, ¿podemos decir lo mismo ahora? ¿Qué está pasando? ¿Es el progreso que nos obliga a crear espacios en blanco y nos empuja a perder la afección?
El respeto a los profesores, el amor a nuestros mayores… Era raro ver que los hijos llevasen a sus padres a un asilo, como llamaban entonces a las residencias de mayores de hoy. Y eso que todo era en blanco y negro, y que en los pueblos las mujeres no se quitaban el luto, pero dentro de las casas existía una familia y sentíamos el calor del hogar y el sabor delicioso de la felicidad.
Ahora nos dicen que todo transcurría inmóvil en el tiempo. Y aquí estamos en este llamado progreso que nos pintaban de colores brillantes, pero que a mi edad veo más oscuridad, más desasosiego, más desconfianza en el futuro, más desarraigo de familias enteras que dejan los pueblos vacíos…
Recuerdo mis pasados años, esos que no me han dejado un sabor amargo, ¡todo lo contrario! Ahora siento el temor por los míos y por su futuro, deseo con todas mis fuerzas que lo tengan. Pero ahora las fábulas y los cuentos cobran vida.
Sé que la mediocridad no puede convertirse en sublime, pero confío que desaparezca el conformismo para poder crecer como individuos.