En la tradición cristiana, el libro de la vida del Cordero es un símbolo espiritual que representa a quienes han vivido con compasión, misericordia y amor verdadero. No es un registro de perfectos, sino de aquellos que han sabido ver al prójimo y aliviar su dolor. Preguntarnos si nuestro nombre está inscrito allí no es un acto de temor, sino de conciencia: un examen íntimo sobre si nuestras obras reflejan la luz del Cordero, que es Cristo mismo.
Estamos entrando en ese tramo del calendario donde la sensibilidad parece despertar en los corazones: el 24 de diciembre, el 31, la llegada de los Reyes. Fechas que, más allá de su carga religiosa o cultural, nos recuerdan que la vida es un tránsito compartido y que nadie se salva solo. Sin embargo, en medio de estas celebraciones, observo con preocupación cómo muchos han reducido la solidaridad a un gesto simbólico, casi decorativo, como si la compasión pudiera limitarse a un versículo bíblico entregado con solemnidad, pero sin pan, sin abrigo, sin techo, sin alivio real.
No critico la Palabra —que es consuelo, guía y esperanza—, pero sí cuestiono la tendencia de algunos a convertirla en sustituto de la acción. Porque cuando alguien tiene hambre, el versículo no alimenta; cuando alguien tiembla de frío, la cita no abriga; cuando alguien no tiene dónde dormir, la exhortación no sustituye la vivienda. Hay quienes, pudiendo ser manos de Dios, prefieren ser solo su eco. Y el eco, por más sonoro que sea, nunca reemplaza la obra.
A esto se suma una realidad dolorosa: hay personas que solo ayudan cuando verifican la desgracia ajena. No dan por generosidad, sino por morbo. Necesitan constatar la miseria para justificar su limosna. Si no ven harapos, si no observan huesos marcados por el hambre, si no perciben la tragedia en su forma más cruda, entonces no dan nada. Creen que quien pide los está robando, que les está mermando su patrimonio, que los está “atracando” con una súplica. Y así, antes de ayudar, realizan una especie de investigación privada para determinar si el necesitado “merece” recibir algo.
Olvidan que cuando se da, no se da a un mendigo: se da a Dios mismo. Y si alguien miente, no miente contra ellos, sino contra el Creador. Pero esa posibilidad —que es mínima— no puede convertirse en excusa para negar la ayuda a quienes realmente la necesitan. Porque aunque existen personas que han hecho de la mendicidad un negocio, son infinitamente más quienes sufren en silencio, muy cerca de aquellos que podrían tenderles la mano, pero no lo hacen por avaricia, por indiferencia o por esa pregunta egoísta que tantos se hacen: “¿Y por qué tengo yo que ayudar, si lo mío me ha costado esfuerzo?”
A esta actitud se suma otra, igual de dañina: la de quienes se abstienen de dar porque suponen que “otro ya le dio”. Es la misma lógica de los hijos que no alimentan al padre porque creen que el hermano ya lo hizo. Pero la caridad no se delega ni se calcula. La necesidad no se resuelve por turnos. No detengas tu bondad por la sospecha de que otro ya ayudó. Si tú puedes dar, entonces tú eres el llamado. Y si el necesitado ya recibió algo, eso no anula tu oportunidad de ser instrumento de alivio.
Negarse a dar por creer que “ya le dieron” no es prudencia: es una forma perversa de tacañería. ¿Qué mayor alegría puede sentir un ser humano que saber que no llevó un pedacito de alivio, sino muchísima alegría a un alma que lleva todo el año sin poder satisfacer sus necesidades más apremiantes?
Estas fechas, cargadas de simbolismo, deberían recordarnos que la esfera celeste está siempre llena del amor divino, pero somos nosotros quienes decidimos si ese amor se traduce en hechos o se queda en discursos. No se trata de convertirse en filántropos de ocasión, sino de evitar transformarnos en el señor Scrooge, aquel personaje que necesitó tres espíritus —el de la Navidad pasada, el de la presente y el de la futura— para comprender que la vida solo adquiere sentido cuando se comparte.
Hoy, más que nunca, necesitamos menos Scrooges y más seres humanos capaces de mirar al otro sin indiferencia. La solidaridad no es un acto extraordinario: es la expresión más simple y más profunda de nuestra humanidad. Y estas fechas, tan cargadas de luz, nos ofrecen la oportunidad de recordar que la fe sin obras es solo un adorno, y que la verdadera espiritualidad se demuestra en la capacidad de aliviar el dolor ajeno.
Porque, al final, cuando llegue el momento de revisar la lista, la pregunta no será cuántos versículos recitaste, sino a cuántos corazones tocaste.
“La compasión es la forma más elevada de la inteligencia humana.” — Viktor Frankl
Dr. Crisanto Gregorio León
Profesor universitario