La escena podría ser de un bar en el barrio de Malasaña en Madrid o en Gràcia en Barcelona. Un joven de unos treinta años, con un acento que delata su origen valenciano, pide un café y abre su ordenador portátil.
Pero no está en España, está en una esquina de Palermo, en Buenos Aires, y el murmullo de la gente a su alrededor mezcla el «che» y el «vos» con el zumbido de una ciudad que nunca duerme, o solía no dormir, crisis mediante. Se llama Javier y, como cientos de jóvenes españoles, ha hecho el viaje de sus abuelos, a la inversa.
La narrativa que ha definido la relación entre España y Argentina durante décadas ha sido la de la emigración. Argentinos con pasaporte europeo que, huyendo de crisis económicas recurrentes, cruzaban el Atlántico en busca de la estabilidad del Viejo Continente.
Hoy, sin embargo, un fenómeno silencioso, aunque creciente está redibujando ese mapa sentimental: el de los jóvenes españoles que, desencantados con el alto costo de vida y la precariedad laboral en su país, encuentran en Argentina un lugar para empezar de cero, vivir mejor, a pesar de los vaivenes en el cambio de monedas.
Hasta hace unos meses, para cualquier europeo, Argentina estaba regalada en el coste de vida. Hoy no tanto, sin embargo, en los jóvenes españoles también cuenta otros aspectos.
Javier, diseñador gráfico freelance, lo resume con una claridad meridiana. «En Valencia compartía un piso de 80 metros cuadrados con dos personas más y apenas llegaba a fin de mes«, cuenta mientras sorbe su café.
«Trabajaba para clientes de toda Europa, pero mi sueldo se evaporaba en el alquiler y los gastos básicos. La idea de ahorrar o tener un proyecto propio era una quimera»
La decisión de mudarse a Buenos Aires, hace poco más de un año, fue un salto al vacío calculado.
«Aquí, con lo que gano en euros, vivo en un apartamento para mí solo en un barrio increíble, salgo a cenar varias veces por semana, voy al teatro, viajo. Siento que recuperé el control de mi tiempo y de mi vida»
La clave de este desembarco es, en primera instancia, una paradoja económica. Para quien tiene la fortuna de generar ingresos en una moneda fuerte como el euro o el dólar, la persistente inflación argentina y la devaluación del peso crean un espejismo de poder adquisitivo.
El costo de vida, medido en euros, resulta asombrosamente bajo. Una cena con un buen bife de chorizo y una copa de Malbec puede costar menos que un menú del día en Madrid. Un taxi para cruzar la ciudad, lo mismo que un billete de metro.
Por otro lado, sería un error reducir el fenómeno a una simple ecuación económica. Navegar la economía argentina requiere un máster acelerado en finanzas que estos nuevos residentes deben cursar sobre la marcha.
Aprenden rápidamente la diferencia entre el dólar oficial y el «dólar blue«, entienden que el ahorro se hace en moneda extranjera y que los precios pueden cambiar en cuestión de semanas. «Es una especie de gimnasia mental constante», explica Lucía, una escritora sevillana que se instaló en el barrio de San Telmo.
«Dejas de pensar en pesos a largo plazo. Piensas en euros para ahorrar y en pesos para vivir el día a día. Al principio es un caos, pero luego te das cuenta de que es una forma de resiliencia. La gente aquí tiene una capacidad de adaptación que en Europa hemos perdido»
Esa capacidad de adaptación es parte de lo que Lucía vino a buscar. Más allá del dinero, el gran imán de Argentina es su capital humano y cultural. «En España sentía que la vida social se había vuelto muy rígida, muy planificada. Quedar con amigos requería agendar con semanas de antelación», reflexiona.
«Aquí todo es más espontáneo, más intenso. La gente se junta, habla durante horas, debate de política, de fútbol, de la vida. Hay una profundidad en los vínculos que me recuerda a la España de mis padres»
Buenos Aires, en particular, ofrece un ecosistema cultural que pocas ciudades del mundo pueden igualar. Con más librerías por habitante que casi cualquier otra capital y un circuito de teatros independiente que es pura efervescencia, la ciudad es un paraíso para el espíritu inquieto.
«Cada noche tienes decenas de obras de teatro, conciertos, charlas, presentaciones de libros. Hay una sensación de que la cultura no es un lujo, sino un alimento básico, una parte esencial de la identidad colectiva», añade Lucía
Este «viaje de vuelta» no está exento de desafíos. La inseguridad, la burocracia y la inestabilidad política son factores con los que aprenden a convivir.
Y aunque la mayoría de los argentinos recibe a los españoles con los brazos abiertos, reconociendo un eco de su propia historia familiar, empieza a surgir un debate incipiente sobre la «gentrificación» de ciertos barrios, donde el poder adquisitivo de los extranjeros encarece la vida para los propios locales.
Aun así, el flujo no se detiene. Son programadores, publicistas, artistas, periodistas. Una nueva generación de pioneros que no buscan oro ni tierras, sino algo más etéreo y, quizás, más valioso en el siglo XXI: calidad de vida. No se trata solo de que su dinero valga más, sino de que su tiempo también lo haga.
La historia de estos jóvenes españoles en Argentina es el espejo inesperado de dos sociedades en plena transformación. Una, la europea, que afronta una crisis de expectativas en su juventud.
Y otra, la argentina, que, a pesar de sus crisis perpetuas, sigue ofreciendo un capital social y una vitalidad cultural que se convierten en su más valioso producto de exportación. Quizás el nuevo sueño americano, o en este caso, argentino, ya no consista en hacerse rico, sino simplemente, en volver a vivir.