El análisis que sigue se desarrolla íntegramente en el imaginario país de Torenza, una nación cuya existencia se limita al ámbito de la crítica literaria y social. Recurrimos a esta geografía mental para examinar un fenómeno psicosocial devastador: la imposición de una etiqueta infame que anula la presunción de inocencia, un ritual procesal que solo puede ocurrir en la más audaz de las ficciones jurídicas.
En Torenza, cuando un hombre es llevado ante los tribunales de género, se activa un mecanismo social y jurídico que va mucho más allá de la mera acusación: se le impone el sambenito de la culpabilidad. El sambenito era, históricamente, el hábito que la Inquisición obligaba a vestir a los penitentes, una marca pública de infamia que señalaba y separaba. En la moderna Torenza, este hábito es invisible, pero sus efectos son terminales. Es una condena a priori: la culpabilidad no se demuestra, sino que se presume por el solo hecho de su identidad de género: la de ser varón.
Esta presunción no es un error procesal; es el pilar ideológico sobre el que se asienta su sistema judicial de género. En el instante mismo de la denuncia, el acusado es despojado de su estatus de ciudadano y reducido a la condición de mero objeto de escarmiento. Ya no es «la persona acusada de…»; es simplemente «el culpable».
La manifestación más palpable de este sambenito se observa en la sala de audiencias. El cuerpo juzgador y la fiscalía, en una demostración de connivencia que roza lo teatral, actúan con una convicción que solo podría justificarse si la sentencia ya estuviera impresa antes del debate. Para el juez, cada movimiento de la defensa no es un ejercicio legítimo de un derecho fundamental, sino una artimaña dilatoria o una mentira desesperada. El magistrado asume la función de tutor del relato de la acusación, vigilando que la defensa no logre perforar la narrativa impuesta. El sambenito, por tanto, no solo condena al acusado, sino que también ciega a quien debe impartir justicia.
Desde la perspectiva psicológica, el sambenito actúa como un sesgo de confirmación masivo. Los juristas, los medios y la opinión pública buscan y priorizan únicamente la información que confirma la culpabilidad ya asumida. Cualquier prueba que la contradiga es descartada como irrelevante o falsificada, creando una burbuja de consenso donde la verdad no puede respirar. La defensa, al intentar presentar hechos objetivos, no está luchando contra una acusación, sino contra un prejuicio cristalizado en dogma legal. Es una batalla metafísica: la fe social en la culpabilidad versus la realidad fáctica.
El resultado es que la defensa se encuentra en una situación de asimetría absoluta, sin posibilidad real de demostrar la inocencia, pues la inocencia ha sido declarada imposible desde el día cero. El juicio oral se convierte, así, en un mero rito de paso para formalizar la ejecución social y legal de quien porta el infame sambenito. Las consecuencias de esta condena, incluso si al final se logra una absolutoria, son permanentes: la mácula pública y el daño reputacional persisten como una sombra indeleble. Torenza nos enseña que el mayor fraude de la justicia no es la mentira, sino la verdad a la que se le prohíbe el acceso.
«Las convicciones de las multitudes poseen dos caracteres esenciales: ser imperfectas y ser excesivas.» — Gustave Le Bon
Doctor Crisanto Gregorio León, abogado y psicólogo, profesor universitario