La historia de Mick Meany parece sacada de una novela, pero ocurrió de verdad. Hijo de un granjero de Tipperary, emigró a Inglaterra tras la Segunda Guerra Mundial en busca de un futuro mejor. Como muchos irlandeses de su generación, trabajó como obrero de la construcción, mientras soñaba con convertirse en campeón mundial de boxeo. Ese sueño terminó abruptamente tras un accidente laboral que le dañó una mano.
Sin embargo, de otro accidente surgió una idea aún más extrema. Cuando un túnel se derrumbó y Meany quedó atrapado bajo los escombros, nació en su mente un objetivo insólito: batir el récord de tiempo enterrado vivo en un ataúd. En aquella época, las pruebas de resistencia poco convencionales atraían a multitudes y medios de comunicación. Ya existían precedentes, como el estadounidense Digger O’Dell, que había pasado 45 días bajo tierra.
Para Meany, la motivación no fue solo el espectáculo. A los 33 años, sin estudios ni grandes oportunidades, veía su futuro limitado. Lograr una hazaña así podía darle fama, reconocimiento y dinero, además de un lugar en el imaginario colectivo. “No tenía futuro en la vida real”, diría más tarde. Su objetivo era demostrar su valía, aunque el camino fuera oscuro y claustrofóbico, según La Prensa.
El 21 de febrero de 1968, en el barrio londinense de Kilburn, Meany protagonizó un entierro que parecía un funeral real. Vestido con pijama, portando un crucifijo y un rosario, entró en un ataúd fabricado a medida. Antes de que sellaran la tapa, pronunció una frase que marcaría su historia: “Esto lo hago por mi esposa, mi hija y por el honor de Irlanda”.
Lo enterraron a más de dos metros bajo tierra. Desde allí, sobrevivió gracias a tubos de ventilación por los que recibía aire, comida, libros y hasta cerveza. Vivía en la oscuridad, comía de lado y soportaba una rutina dura y solitaria. Aun así, mantenía contacto con el exterior mediante un teléfono, mientras curiosos y celebridades acudían a visitarlo.
Tras 61 días enterrado, fue desenterrado en medio de música, prensa y aplausos. Salió débil, barbudo y con gafas oscuras, pero vivo. Había superado el récord con creces. Se sentía campeón del mundo. Creyó que la fama le abriría las puertas a una nueva vida.
Nada de eso ocurrió. La gira prometida nunca llegó. El dinero tampoco. El Guinness no reconoció oficialmente su récord. Poco después, otra persona superó su marca y el mundo siguió adelante. Años más tarde, su historia resurgió en un documental, devolviéndole algo que siempre buscó: ser recordado. Mick Meany sobrevivió bajo tierra, pero su mayor lucha fue fuera de ella.