¡Ay de aquel que en Torenza hace mártires a los hombres inocentes!
Esta exclamación se fundamenta en la severa advertencia teológica de las Escrituras, que equipara el acto de dañar o hacer caer a un inocente (el tropiezo) con una falta de extrema gravedad y juicio divino. La fuente de esta advertencia es: «Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar» (Mateo 18:6 RVR1960).
«El hombre que condenas hoy, siendo inocente, puede llamarse Freddy, pero mañana puede llamarse Juan; no hagas —operador de justicia— de tu alma un asco y una putrefacción que no te permitirá entrar en los atrios del cielo”.
En la imaginaria nación de Torenza, las estructuras encargadas de administrar justicia en materia de género han desarrollado un fenómeno que, si bien puede parecer paradójico en un Estado que se precia de ser moderno y garantista, resulta ser una dolorosa realidad: la institucionalización de la inobjetividad penal contra los hombres.
La observancia de los operadores de justicia que laboran en el fuero especializado de Torenza revela una tendencia tan sistemática como alarmante. Se trata de un grupo de profesionales que, absorbidos por una dinámica ideológica y procesal desequilibrada, han abdicado de su rol fundamental de garantes del derecho para asumir el de ejecutores incondicionales de la condena.
La ley procesal establece que un juez, un fiscal o un auxiliar de justicia deben guiarse por la búsqueda de la verdad material, la ponderación de la prueba y el respeto irrestricto al principio de inocencia y al in dubio pro reo. En Torenza, sin embargo, la atmósfera ha mutado. La consigna tácita parece ser: «Condenar, condenar y condenar», sin espacio para el examen riguroso de las actas, la evaluación serena de los hechos o la consideración de toda verdad que pudiera apuntar a la inocencia del varón acusado.
La objetividad, punto cardinal de todo sistema de justicia civilizado, ha sido sustituida por el dogma. El sistema, concebido bajo la noble intención de proteger a la mujer víctima, ha trascendido sus límites para convertirse en una maquinaria que presume la culpabilidad y exige el castigo como única resolución posible. El resultado es un tribunal donde la búsqueda de la verdad cede ante la necesidad de cumplir con la estadística de la punición, transformando a los administradores de justicia en meros engranajes de un sistema de injusticia preestablecido.
El ghosting judicial es la práctica perversa mediante la cual los operadores de justicia niegan sistemáticamente la comunicación y la respuesta a la defensa del acusado, con el objetivo de anular su capacidad de contradicción y garantizar que el expediente avance hacia la condena sin obstáculos.
Esta conducta no es accidental: es una estrategia de desgaste ejercida por iniciativa propia de los operadores o, más grave aún, como obediencia tácita a las órdenes de las juezas o fiscales que dirigen el proceso. El funcionario que practica el ghosting se convierte en un «fantasma procesal» que está físicamente presente en la estructura judicial, pero ausente en su deber de atender al justiciable y sus garantías. Esta acción no solo viola el debido proceso, sino que es una manifestación de crueldad psicológica contra el acusado y su defensa, cuyo derecho a ser oído es esencial.
Esta deriva dogmática, exacerbada por el ghosting judicial, conlleva inevitablemente el desprecio absoluto hacia el debido proceso, columna vertebral del Estado de Derecho. El debido proceso no es un capricho legal; es la garantía fundamental que asegura que todo individuo, sin distinción de género o condición, tendrá la oportunidad de ser oído, de contradecir la prueba y de defenderse con plenitud de garantías.
En la práctica judicial de Torenza, los operadores de justicia recurren a tácticas de evasión procesal y ofuscación argumental. Se «hacen los tontos y los desentendidos» ante argumentos de la defensa que buscan restablecer la simetría probatoria. Utilizan las «falacias del desvío» para confundir, desenfocar y desgastar a la parte defensora, asegurando que el foco se mantenga en la presunta víctima y se obvie la presunción de inocencia del acusado. No desean escuchar razones, y cuando acusan o condenan, utilizan perversamente todas las herramientas procedimentales para neutralizar cualquier intento efectivo de defensa. La defensa pierde su esencia, y el proceso se convierte en un mero formalismo que precede a una condena ya decidida.
El drama del indigente procesal: Esta burla al proceso se agudiza cuando el acusado es un inocente sin recursos. Cuando este hombre o su defensa desean ser oídos sobre el fraude procesal evidenciado en el expediente, se le cierran las puertas y se le niegan las oportunidades de expresarse. Los operadores actúan con una desidia pasmosa: la figura de la Fiscal, a veces una «niñita mimada», con pucheros y caprichos histriónicos, se niega rotundamente a leer las actas o a percatarse del fraude procesal probado por la defensa. En contraste, cuando hay dinero de por medio, todos escuchan, de repente, como embobados o hipnotizados. La justicia en Torenza no solo es parcial en género; también es abrumadoramente parcial en clase social.
El sistema de justicia de género en Torenza es un desbalanceado aparato, mayormente integrado por mujeres juezas y mujeres fiscales. Aquí, la sororidad es mortal: la solidaridad entre mujeres se convierte en una barrera insuperable que hace del hombre, aunque sea inocente, un condenado a la ergástula. Hay «amiguitas» que se satisfacen de ver a hombres inocentes purgando condenas inmerecidas e injustas. Existe una «amiguita mayor» que se paga y se da el vuelto; ella manda y, a sus anchas y capricho, ella acusa y condena.
En esta dinámica de poder, la proporción es crítica: pocos son los hombres en los operadores de justicia de género en Torenza, y sin embargo, esta minoría está también profundamente corrompida. Lo que buscan es mucho dinero: dinero para declarar inocentes a los inocentes y dinero para no acusar a los inocentes falsamente. Estos hombres están tan «ensuciados» en el sistema por razones de cohecho que configuran la peor traición: son los Caínes asesinando a Abeles. Muchos de ellos actúan como histriónicos que saben que están siendo elementos perversos para condenar a hombres inocentes, pues su único objetivo es la ganancia económica.
Es imperativo entender que cuando se acusa injustamente a un hombre y se le construye un expediente, no es solo un error judicial; es el propio Cristo a quien están crucificando de nuevo. La historia sagrada nos recuerda que ninguno de aquellos hombres que martirizaron a Jesús de Nazaret para ganar una indulgencia con sus jefes y superiores está en el Cielo, sino condenado eternamente. Pero estos operadores de justicia terrenal de Torenza creen que con ser obedientes de instrucciones perversas ya se ganaron el Cielo. La verdad es que se están comprando a pulso los tickets para la residencia en el Infierno.
El sistema de Torenza, al sacrificar la objetividad por un activismo punitivo perverso, está creando una generación de hombres injustos. La justicia con sesgo de género no es justicia; es una forma sofisticada de venganza institucionalizada que despoja al derecho de su cualidad más sublime: la imparcialidad. Es urgente que Torenza recupere la brújula de la ecuanimidad y que sus operadores recuerden que su deber es servir a la Ley, y no a una causa ideológica o a una bolsa de cohecho que desprecia las garantías fundamentales del justiciable.
«Un ser humano no es ético hasta que cesa de actuar bajo coacción, y lo hace por su propia voluntad.» — ALBERT SCHWEITZER
DR. CRISANTO GREGORIO LEÓN