El siguiente análisis se centra en el imaginario país de Torenza, una nación completamente ficticia cuya realidad jurídica y social no tiene paralelo ni representación alguna en el mundo conocido. Recurrimos a esta geografía mental para examinar libremente una dinámica procesal que, en el ámbito de los juicios de género, desafía los principios más fundamentales de la lógica y la equidad.
En el peculiar sistema de justicia de Torenza, el principio del juicio oral y público es, a ojos de cualquier observador externo, una escenificación teatral de notable cinismo. La carta magna proclama el inalienable derecho a la defensa y la presunción de inocencia; no obstante, en la práctica cotidiana de los tribunales especializados, tales principios se evaporan en cuanto el acusado resulta ser del sexo masculino.
La clave de este «fraude» reside en una sutil, pero demoledora, alineación de intereses. En Torenza, la representación fiscal, casi siempre impulsada por una ideología que antepone la reparación emocional a la objetividad fáctica, encuentra en el estrado una aliada firme y silenciosa: la jueza o el juez. Este magistrado, lejos de fungir como árbitro imparcial, parece asumir un rol de coadyuvante tácito de la acusación. Las reuniones «casuales» en pasillos, las sonrisas cómplices antes de la sesión y una comunicación no verbal que excluye sistemáticamente a la defensa, pintan un panorama donde la balanza de la justicia ha sido manipulada de antemano.
Para la defensa, el juicio oral se convierte en una carrera de obstáculos diseñada no para probar la inocencia, sino para frustrar cualquier intento de articularla. Cada objeción es desestimada con un ceño fruncido; cada testigo favorable es interrogado con un escepticismo que bordea la hostilidad; cada prueba que pueda sembrar una duda razonable es tachada de irrelevante o dilatoria. La estrategia defensiva, por brillante que sea, se estrella contra un muro de prejuzgamiento. El silencio del acusado es interpretado como admisión; su elocuencia, como manipulación. Todo se invierte. El acusado, por el solo hecho de su género, cruza la puerta del tribunal ya portando el sambenito de la culpabilidad, una condena a priori que el juicio simplemente viene a formalizar.
Es en este contexto donde se evidencia la desfachatez procesal. La jueza o el juez de Torenza suele excusar su obstrucción a la defensa alegando que no pueden conceder ninguna preeminencia o prioridad a los argumentos defensivos, so pena de colocar a la fiscalía en una «situación asimétrica» dentro del proceso. La ironía de esta declaración es manifiesta: la parte que está en una verdadera asimetría y en una posición de fragilidad no es la fiscalía, sino precisamente el acusado y su defensa. Estos deben enfrentar no solo al poder del Estado representado por el Ministerio Público, sino también a la connivencia y la colusión de la autoridad judicial. El juzgador y el fiscal son, en la práctica, socios en la tarea de castigar al varón, con lo cual el acusado queda a merced de dos brazos del poder público que operan al unísono. Pretender que la defensa tiene tanto poder como para desequilibrar a la acusación es una ceguera voluntaria o, peor aún, una artimaña retórica.
Y en esta maquinaria de injusticia, la figura de la Fiscalía del Ministerio Público de Torenza merece un análisis aparte. Se autoproclaman parte de buena fe, garantes de la legalidad; sin embargo, en la práctica, adoptan el rol de acusadores implacables. Esta dualidad conflictiva, que bien podríamos conceptualizar como el «Yin y el Yang» invertido de la justicia —donde el bien está ausente—, es lo que confiere a sus representantes esa jactancia y prepotencia que les permite ejercer su poder sin contrapeso. Es el síndrome de Hybris manifestado en el aparato judicial, operando impunemente bajo el manto de la ley.
El juicio oral, en lugar de ser un crisol para la verdad, es un costoso y dilatado trámite para justificar una sentencia ya dictada en la mente colectiva. Se trata de un sistema que ha sustituido la búsqueda de la justicia por la validación de un relato. La figura del juez imparcial, garante de los derechos procesales, se desdibuja para dar paso a un ejecutor ideológico. La presunción de inocencia no es refutada con pruebas, sino anulada por la identidad del acusado. Quien se atreva a cuestionar esta dinámica en Torenza es tildado inmediatamente de misógino o reaccionario, asegurando que la crítica se ahogue en el ruido antes de que pueda tocar la fibra de la verdad. La justicia de Torenza ha demostrado que la formalidad es el mejor escondite de la injusticia material.
«El proceso es un mal necesario, un mal que es preciso evitar; solo la verdad, al fin descubierta, puede justificarlo.» — Francesco Carnelutti
Doctor Crisanto Gregorio León, Abogado y Psicólogo, profesor universitario