Icono del sitio FUENTES INFORMADAS

Gestionar el declive neoliberal estadounidense

El español, imparable en la política de EE UU

Vista del Capitolio, sede del Congreso de Estados Unidos, en Washington. /Branden Camp/Zuma Press Wire/Dpa

RAFAEL FRAGUAS

Gestionar el declive neoliberal, que azota al designio mundial estadounidense es, quizá, la principal tarea a la que se enfrenta Donald Trump, 78 años, 47º presidente de los Estados Unidos de América.

El declive caracteriza desde 2008 aquella pujanza atribuida hasta entonces al país trasatlántico. Declive que no significa carecer de potencia, sino más bien implica que ya no dispone del poder, hasta entonces omnímodo, de imponer al mundo su designio imperial.

Aquel designio estuvo basado en el palo de la fuerza militar y la zanahoria del dólar, como referencia monetaria en casi todo el Planeta, dólar devenido hoy en enfermiza moneda de cambio contestada desde demasiados Estados del mundo, encabezados por los de los BRICS y su cohorte de afectos del Sur Global.

El declinar de Estados Unidos se caracteriza también porque ya no puede seguir detentando la primacía tecnológica, cada vez más triunfalmente disputada por China, que va ganándole por la mano la Gran Partida.

Como sabemos, la tecnología es el gran motor de los cambios demográficos, económicos, institucionales y sociales, ya que tira generalmente hacia adelante de todos ellos.

Pensemos en la extensión histórica de los ferrocarriles, por ejemplo, o de las carreteras, que ampliaron la esfera de las posibilidades de vida en nuevos territorios creando nuevas comunidades con organizaciones distintas e instituciones innovadas.

La actual crisis del capitalismo en clave neoliberal, ha implicado, además, que Estados Unidos ha perdido el pie en la carrera de la globalización, que el propio neoliberalismo puso en marcha, carrera que sus mentores creyeron, demasiado precipitadamente, que ganarían.

No. La globalización hasta ahora la ha ganado China: desde presupuestos políticos bien distintos -el Partido Comunista sigue siendo allí el rector de un Estado realmente existente, frente a la casi inexistencia del Estado norteamericano- China ha aplicado su designio tecno-económico con crecimientos anuales de dos dígitos en su PIB desde el arranque de la globalización, proceso éste que hoy protagoniza mediante su expansión mundial en clave pacífica, frente a todo pronóstico en clave occidental, esto es, euroamericana.

Desajuste

Este desajuste entre ser el mentor de la globalización en clave neoliberal, tarea que asumió Estados Unidos y perder la carrera a manos de su rival chino, ha sido brillantemente teorizado por el Profesor Manuel Monereo, pensamiento que impregna ya buena parte del quehacer de numerosos teóricos progresistas de medio mundo.

Hay, además, otra dimensión que apenas se tiene en cuenta en círculos geopolíticos: la condición específicamente estatal de China, que se ha convertido en garantía plena de su fortaleza, estatalidad de la que Estados Unidos carece. Allí apenas cuenta la esfera de la vida pública plenamente privatizada en servicios otrora sociales como por ejemplo, la sanidad o la educación universitaria, casi siempre de oneroso pago.

¿Por qué este déficit de estatalidad cabe preguntarse?. Porque la desigualdad necesaria para el funcionamiento de los mercados, pese a su presunta función niveladora, exige arrancar todo atisbo de regulación estatal de la economía, todo tipo de planificación. Este es el arco de bóveda del ultraliberalismo.

Nada de impuestos, nada de atención a las condiciones de existencia del grueso de la población. Y porque una de las principales herramientas políticas con la que el Estado cuenta es la planificación, esto es, la asignación y regulación racional de recursos a la vida económica y la consideración de la Economía como una Ciencia Social al servicio de las mayorías sociales y no una mera técnica al servicio de la minoría oligárquica y objetivamente antidemocrática que allí, en los Estados Unidos, ahora gobierna.

Un error fatal

Al hacer implosión la Unión Soviética en torno a 1990, gran error euroamericano, por no calificarlo de fatal, fue el de desaguar la bañera del socialismo de Estado con el niño dentro, siendo el niño guiado al sumidero la planificación -no en clave soviética, desde luego- como fértil herramienta económica a salvo del azar.

Esa manía ultraliberal de dejar a su antojo la trayectoria de la vida económica tan cara al capitalismo financiero de casino, al de las plataformas y al de los irresponsables conglomerados corporativos, sacralizando los azarosos designios irracionales de los mercados, con sus cíclicos e imprevisibles bandazos bursátiles y los caprichos mercenarios de las omnipotentes agencias auditoras de calificación, todo ello en medio de una especie de gran casino, no podía llevar a otro destino que al que ha llegado el sistema: el declive, que Donald Trump parece que quiere, pero no sabe ni sabrá, domeñar.

Y ello porque no se le ha ocurrido otra cosa mejor que decapitar la democracia por considerar que ya no satisface los intereses de la oligarquía demócrata devenida en republicana a las que realmente él representa. Y como ha decapitado allí la democracia, a la que cada vez que abre la boca, pisotea de manera inclemente, racista y supremacista, para atajar la crisis que se le viene encima en el mundo, donde pierde poder por doquier, no echa mano de otra cosa que la de poner pie en pared, siendo la pared antipolítica el autoritarismo neofascista, hoy en clave antiestatal, con el que cree blindarse fomentando la extrema derecha allí y en Europa. Qué falta de inteligencia política la de este vendedor inmobiliario y constructor de rascacielos, estrella de reality shows como florón de su magro curriculum vitae.

No sabe lo que ha sido y es el Estado, el mismo que, incluso en cifra burguesa, tan enjundiosos beneficios dio a los capitalistas hasta que acabaron comiéndose unos a otros, que es lo suyo. También ahora vuelven a las andadas, donde ha surgido una recua de imbéciles y asociales milmillonarios que, sin otro aval que sus dineros -a saber cómo obtenidos- y de espaldas cualquier tipo de representación o de voto, se proponen absorber el universo económico en su conjunto, desde el subsuelo energético al suelo territorial y hasta el espacio extra-atmosférico.

Donald Trump, a no ser que cambiase drásticamente su manera de ser y su manera de estar en política, no sabe ni puede ver otra salida para frenar a China que la guerra en el medio plazo. Parece del todo incapaz de percatarse de que la única forma de ganar el terreno perdido en la esfera global, tecnológica y económico-financiera a China es la re-estatalización de los Estados Unidos de América.

Para conseguirlo, precisaría desplegar políticas públicas semejantes a las que hizo en su día su antecesor Franklin Delano Roosevelt, 32º presidente norteamericano, al recuperar la esfera de la vida pública como cuestión prioritaria; otrosí, atando corto al azaroso discurrir del capitalismo financiero e inyectando racionalidad y planificación -si si, apóstoles del mercado, planificación aplicada a la vida política y económica norteamericana, para cerrar la honda fisura social que la polarización antidemocrática inducida por el excluyente neoliberalismo ha generado en la incauta sociedad estadounidense.

Se trata de la misma sociedad que tan inconscientemente le ha dado su voto. Claro que, dar ideas a ese señor iracundo, disfórico e imprevisible, que parece guiarse únicamente por impulsos testiculares de macho alfa, es sin duda tarea baladí. Pero tal cometido, al decir de los pensadores más sabios, sería la única vía pacífica para impedir que los Estados Unidos de Norteamérica nos lleven a todos a una guerra con el ya despierto dragón chino. Solo mediante la paz y el destierro de la irracionalidad de la política de la Casa Blanca se podría recobrar la legitimidad democrática que un día los Estados Unidos de América adquirieron en la lucha contra el nazifascismo.

Esta excrecencia ideológica dictatorial-terrorista, hoy en su germen autoritario, parece rediviva con la aquiescencia de Donald Trump gracias a algunos de sus adláteres, moscones y pares milmillonarios, voluntariamente demenciados por los efluvios de un desnortado capitalismo declinante al que el re-presidente no parece atinar en poner freno.

Salir de la versión móvil