Despuntaba un día cálido en la ciudad. Un sol perezoso exhalaba su aliento dorado sobre las calles atestadas de transeúntes, que ponían rumbo a sus lugares de trabajo con ese andar nervioso y permanentemente apresurado tan propio del día a día de las metrópolis.
La sempiterna precipitación de la que hacían gala los urbanitas contrastaba con los pasos concienzudos de un hombre que caminaba con estudiada parsimonia, con la serenidad que le confería la inescrutable máscara del anonimato.
Su profesión no consistía en pasar inadvertido, sino en observar. Observar a la gente, a los ciudadanos corrientes y a las grandes personalidades, los callejones más sórdidos y los palacios más opulentos, los inciertos cauces de la legalidad y la podredumbre que carcome al mundo.
Los había que criticaban su labor. La consideraban simple, vana, fácil de ejecutar sin esfuerzo. Pero solo él sabía que el suyo era uno de los oficios más difíciles de cuantos existían. 76 otoños y un rostro irremediablemente agrietado por el paso del tiempo se lo habían hecho ver. Aquel día era su cumpleaños y no encontraba mejor forma de celebrarlo que desempeñando su oficio un día más. Observando.
Después, al amparo de la noche y bajo la trémula luz del flexo, se enfundaría la brumosa capucha del misterio y deslizaría la pluma sobre el papel, exhibiendo una vez más aquel estilo ácido y mordaz que tantos lectores le había procurado, que durante tantas décadas se había repetido sin variaciones y que únicamente es capaz de rubricar aquel que, como él, lleva toda la vida con los ojos bien abiertos.
La misma extensión, la misma mirada lúcida de la realidad y la misma firma estampada en letras indelebles que cualquier periodista identificaría en cuestión de segundos:
“EL DUENDE”