La parábola del rico epulón y Lázaro, contenida en el Evangelio de Lucas, es una de las historias más concisas y enérgicas en advertirnos tanto de los peligros de la riqueza sin empatía como de la importancia de la compasión y la generosidad. Su poder radica en su atemporalidad, sirviendo de espejo que nos obliga a reflexionar sobre nuestro propio comportamiento: Tú, que lees esto, ¿estás, sin darte cuenta, asumiendo el rol del rico epulón en tu vida?
La escena bíblica es cruda: la opulencia del epulón y la indigencia de Lázaro coexisten en el mismo espacio, separadas solo por una barrera invisible y corrosiva: la indiferencia personal. Vemos al rico y sus invitados festejando, ajenos al sufrimiento del mendigo que busca apenas las migajas. Lázaro, cubierto de llagas, no pide el banquete; solo pide el desecho, las «migajas» de lo que sobra. Este detalle es crucial: Epulón no le niega un sacrificio costoso; le niega la simple caridad que no le supondría ninguna pérdida. Su pecado es la omisión, la falta de misericordia.
Esta escena nos obliga a preguntar: ¿Cuántas veces pasamos de largo ante la necesidad, inmersos en nuestras propias vidas, éxitos y comodidades? ¿Cuántas veces la vorágine de nuestro día a día nos impide ver a quienes sufren a nuestro lado? El pecado del rico epulón no fue poseer bienes, sino la absoluta falta de compasión y la ceguera ante el dolor ajeno, lo que lleva a un corazón endurecido.
La principal tragedia de Epulón radica en cómo su apego desmedido a las riquezas le robó su humanidad, un fenómeno que la teología llama la idolatría de la mammona. El amor al dinero apagó su compasión, convirtiendo sus ojos en ventanas selladas que no podían percibir la miseria. Esta obsesión por acumular, disfrutar en solitario y mantener su estatus creó un abismo espiritual entre él y su prójimo.
Esta lección sigue vigente en nuestra era de hiperconsumo. Cuando la prioridad absoluta es el crecimiento del patrimonio o el disfrute personal sin medida, la sensibilidad hacia las necesidades de los demás se atrofia. Nos volvemos ciegos ante los «Lázaros» modernos: el vecino enfermo, el familiar sin recursos o el indigente de la calle. A estos Lázaros se les niegan hoy las «migajas» de nuestro tiempo, de nuestro consuelo y de nuestra generosidad. La única forma de evitar este endurecimiento es desviar la mirada de nuestra mesa de la opulencia y enfocarla en la responsabilidad individual con el prójimo necesitado.
En contraposición a la actitud egoísta de Epulón, la filosofía de la generosidad nos ofrece la vía de la redención ética y personal. Cuando estamos en condiciones de ayudar a alguien —sea con un bien material, tiempo, un conocimiento valioso o una palabra de aliento—, debemos ¡alegrarnos!, porque en ese momento, somos el canal que la providencia ha escogido para responder las oraciones de otra persona.
Esta visión transforma la caridad de una obligación pesada a un privilegio gozoso, ofreciendo una profunda sanidad espiritual. El acto de dar con alegría no solo alivia la carga del prójimo; intrínsecamente, es un mecanismo de purga espiritual. Cada acto de generosidad consciente limpia el alma de la mancha de la avaricia y la indiferencia, pecados que endurecieron el corazón del rico epulón. La tradición nos habla del «dador alegre» (2 Corintios 9:7), aquel que da sin pesar, sin esperar reconocimiento y con un corazón contento. Ser un dador alegre es el antídoto directo al corazón atrofiado y endurecido del rico epulón. Es entender que nuestra prosperidad debe ser una fuente de vida para quienes nos rodean, no una muralla de aislamiento.
La narración bíblica no concluye con la vida terrenal. El destino final del rico epulón, sumido en los tormentos del Infierno, se debe a una única condena: la indiferencia que practicó. Al clamar por Lázaro desde allí, Abraham le recuerda que ya tuvo su oportunidad al gozar de sus bienes en vida. Pero el punto más escalofriante es la existencia del «gran abismo» inquebrantable que separa el lugar de descanso del de tormento. Este abismo simboliza la irreversibilidad de la elección moral hecha en vida. La ventana de la purga y la compasión se cierra con la muerte. Su riqueza ya no le servía para cruzar, ni su súplica para remediar su fallo fundamental: haber dejado pasar la única oportunidad de ser las manos de Dios en la Tierra.
La parábola es un llamado urgente a la introspección. Nos invita a examinar si nuestras prioridades están alineadas con los valores de la compasión y la justicia.
Existen hoy quienes, con un corazón lleno de duda, exigen llevar testigos, tomar fotografías o registrar con imágenes la desgracia de aquel que necesita para satisfacer una necesidad personal: la de asegurarse de que «no se están aprovechando de él». Olvidan que, si bien peca quien pide bajo engaño, peca igualmente aquel que olvida que es a Dios a quien está sirviendo.
Recordemos la esencia de la ayuda:
«Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron; estuve en la cárcel, y me visitaron… Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos más pequeños, por mí lo hicieron.» — Mateo 25:35-40
A Dios no le gusta que demos «con trompetas y vítores» para que todos nos vean (Mateo 6:2-4). Quien exige la prueba de la miseria antes de actuar, se asemeja al rico epulón que ya ha endurecido su corazón.
Permítanos ser aún más directos. Si usted tiene la capacidad: ¿Sabe de alguien que necesite comida, ropa o consuelo en estas Navidades y en Nochevieja, y que al entrar el Año Nuevo seguirá necesitando? Usted, que tiene la capacidad, ¿por qué no aporta su purga del pecado para ir limpiando su alma al ayudar a aquel del que sabe conscientemente que lo necesita y se ha hecho el desentendido cada año, cada día, como si no fuera con usted el llamado a ser las manos de Dios?
El Epulón moderno suele aplicar la falacia del desvío para justificar su inacción, o peor aún, se enoja cuando se le pide ayuda, negando la voz de la conciencia que le exige generosidad. Es hora de romper ese ciclo de indiferencia.
«Nadie está más equivocado que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco.» — Edmund Burke
Profesor Universitario Doctor Crisanto Gregorio León