El ímpetu de las polarizaciones excluyentes
Mientras procuraba hacer un balance a grandes rasgos del año que despedimos, volvió a mi memoria la figura de un antiguo dios romano, protector de ciudades y hogares, que era representado por dos rostros opuestos: una cara miraba hacia adelante; la otra hacia atrás.
¿Por qué esta figura bifronte? Tal vez porque la Argentina y en general las democracias tienen en este tiempo esa doble mirada. Según su perspectiva, avanza impetuosa la mutación civilizatoria de este siglo: la ciencia y la tecnología transforman la comunicación y crean nuevos sujetos, en el vaivén de los valores crecen multiculturalismos intensos, esos cambios agitan el régimen representativo y lo ponen en crisis.
Según la otra mirada, el mundo se estremece con la resurrección de aquello que, ingenuamente, se creía superado: autocracias represoras y combatientes, las guerras que no cesan, el ascenso de los extremos en democracias consolidadas hasta hace pocos años. La “paz perpetua”, que algunos imaginaban hacia 1989 luego de la implosión de la Unión Soviética, hoy sigue siendo tan solo un sueño.
Lo que en rigor predomina es la reacción o, mejor, la cadena de organizaciones extremas volcadas hacia la derecha del espectro político que brotan por doquier en los Estados Unidos, en Francia, Alemania, Austria, Hungría, Italia… y podemos seguir contando. En este contexto reaccionario se inscribe el liderazgo de Javier Milei, el outsider que este año puso patas arriba nuestro sistema de partidos.
¿Representan acaso estas cosas una idea excluyente como la que suele proclamar el Presidente o, más bien, una mezcla de corrientes y estilos? Los enfervorizados adictos a Milei celebran, como la mayoría de la opinión registrada en las encuestas, el éxito económico de este año con la caída de la inflación, el superávit fiscal, el orden público recuperado; al unísono, en clave fanática, ese público dispara con sarcasmos un repudio furibundo hacia el otro, al que es diferente. Ahora les tocó a los homosexuales en una muestra de esa cruda intolerancia, la que siempre condenó la tradición liberal de David Hume y Voltaire.
Estos desmadres del lenguaje, que para los entusiastas con los datos positivos de la economía son apenas anecdóticos, plantean una contradicción entre la política económica y la inclinación hegemónica de un Gobierno atento a interpelar con verdades absolutas a una sociedad cansada de corrupciones y populismos. Vaclav Havel, el fundador de la democracia en la República Checa, decía que el centro del poder no debe identificarse con la verdad. Lo que a diario escuchamos deriva de esa confusión. Soportamos entonces la referencia a una verdad absoluta en economía, en la cultura y en el modo de ejercer el Gobierno que no admite críticas. Se está con esa verdad o se está afuera de ese imperio verbal que manipulan de las redes sociales.
Si las palabras hirientes están a la orden del día, esta degradación de lo que se dice en público da cuenta asimismo de unos estratos más profundos del comportamiento ciudadano. Entre ellos se destacan la pulverización del centro político debido a las polarizaciones extremas y la paradoja de un Gobierno que atiende a las exigencias de la administración pública pero está dispuesto a devastar el Estado.
Está visto que al mundo de las democracias lo arrastra hoy en día el ímpetu de las polarizaciones excluyentes: el juego es a todo o nada de lo que resulta, como advirtió recientemente Felipe González, que trastabilla o sucumbe la centralidad de los regímenes democráticos. La política centrifuga hacia los bordes en lugar de hacerlo hacia el centro. Esto satisface plenamente a nuestro Presidente, ocupante según él del vértice de un “triángulo de hierro” integrado por su hermana y un asesor con contrato privado que, en tal condición, no asume las responsabilidades inherentes a quién adopta o influye sobre decisiones de trascendencia pública.
La curiosa situación del proceso de decisiones es también propia de un genio bifronte. Por cierto impacta la capacidad decisoria de un gobierno minoritario en todos los órdenes, heredero de una mayúscula crisis económica que, con tan pocos recursos, logró encaminar la economía y cerrar un año con pronósticos positivos pese al feroz ajuste, anunciado con franqueza en el discurso inaugural, que sufren los ingresos de jubilados y asalariados formales e informales. Estos logros no impidieron sin embargo que la cultura facciosa se expanda como un reguero de pólvora (en un año el Presidente cambió más de cien funcionarios), rasgando de este modo el velo de otra continuidad persistente en nuestra política: antes y ahora la pasión polarizante coincide con un faccionalismo creciente en el oficialismo y en la oposición.
La fragmentación es por tanto un dato insoslayable que quizás podría amortiguarse si el Gobierno pusiera manos a la obra para encarar profundas reformas en el Estado. Cuesta empero trabajo imaginar que se reforme lo que se desprecia.
Basta con recorrer los dichos de un Presidente muy locuaz para registrar en él un fondo anárquico, proveniente de autores menores que nada tienen que ver con el liberalismo programático. Ha señalado, por ejemplo, que es preciso “destruir el Estado”, que “estoy dentro del estado para romperlo”, que “mi desprecio del Estado es infinito” y que los impuestos son robos de un Estado ladrón por naturaleza.
Si el Presidente añadiese a esta iracundia adjetivos que aludiesen a las malformaciones del Estado derivadas del populismo y de la corrupción podríamos entenderlo, aunque creo que estos ataques denotan concepciones ideológicas que van mucho más allá hasta el punto de arremeter contra bienes públicos como la educación, la salud y la previsión social que fueron adaptados por nuestra tradición liberal; la de Mitre, Alberdi, Sarmiento y Joaquin V. Gonzalez.
Se verá que ocurre con estas contradicciones el año próximo, un año electoral en el cual ese genio bifronte que, como hemos visto, también mira hacia atrás, seguirá marcando el paso.
Por su interés reproducimos este artículo de Natalio Botana publicado en Clarín.