En cuanto a la condición de la mujer española, el ensayo contiene una muy valiosa exposición sobre las consecuencias patéticas de los siglos de encierro, sin libertad para nada, excluidas de los placeres de la vida y de la simple convivencia
Como muchos, soy de aquellos que en los días festivos huye del bullicio. Está científicamente comprobado que soy persona alérgica a los centros comerciales y al consumismo, por eso, estas vacaciones de navidad 2022, rendí culto a la privacidad y a la lectura. Más bien, a la relectura.
Barajé muchas opciones y no sé por qué motivo opté por repasar los ‘Usos amorosos del dieciocho en España’, brillante ensayo, a medio camino entre la Filología y La Historia de la Cultura, escrito por la dulce e inteligente escritora salmantina Carmen Martín Gaite (q.e.p.d.), publicado por primera vez en 1972.
Las vacaciones me econtraron en un ambiente de clima más bien difícil, creo que ello influyó en la selección de mi lectura, porque ya tenía una primera imagen mental del libro, algo así como una película mostrando una tarde cálida y agradable de principios de otoño en el Madrid del siglo XVIII, cuando reinaba Carlos III, en el Paseo del Prado, aquel centro donde las damas de alto nivel social iban a exhibirse y donde un viajero extranjero de 1776 contó aproximadamente cuatrocientos carruajes que circulaban lentamente. «Cuantos refieren la vida de Madrid –ha escrito Andrés Trapiello— no dejan de constatar la animación de ese paseo. En los siglos XVII y XVIII, centenares de coches y caballeros: ver, tanto como ser vistos. A finales del XVIII y comienzos del XIX lo tomaron al asalto como quien dice los currutacos y currutacas, y los petimetres, precedentes inmediatos de los cursis» (MADRID, Destino, 2020).
Esa imagen del Paseo del Prado era lo poco que me quedaba de mi primera lectura del ensayo de Martín Gaite, que realicé hace muchos años. Se confirma, una vez más, eso que le he escuchado decir a Pérez-Reverte, en cuanto a que el verdadero disfrute de muchas obras literarias «requiere esa mirada que solamente dan los años». Pienso que eso precisamente me ha ocurrido con este ensayo. Claramente me faltó mirada y contexto en la primera ocasión.
Con esta relectura, realizada sobre la edición de SIRUELA de 2017, el ensayo de Martín Gaite ha cobrado una real importancia para mí. El estudio está centrado principalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, en pleno gobierno del Despotismo Ilustrado de Carlos III de Borbón y sus ministros, cuando se filtran en España, más bien tímidamente, las ideas humanistas de la Ilustración francesa e inglesa y con ello de forma parcial y a veces caricaturesca, también los modelos culturales que las élites de la Corte en Madrid y en otras partes del reino, importaban de París y ciudades italianas, lo cual marcaba la pauta del «buen gusto».
Ese proceso de refinamiento de ciertas élites trajo consigo patrones muy diferentes sobre lo que se debía entender como la correcta conducta de la mujer, casada y no casada, en la alta sociedad española y también en la clase media. Esos nuevos patrones se enfrentaban al tradicionalismo de siglos. Del recato y del recogimiento de una mujer encerrada en casa como paradigma de virtud, parecía pasarse, aunque no necesariamente de forma generalizada, a una mujer profundamente sociable, metida activamente «en el comercio de las gentes», cultivando el arte de la coquetería, presidiendo tertulias en sus casas, bailando minués en las fiestas, enalteciendo su belleza con la última moda y maneras de París y disfrutando abiertamente de amigos varones, diferentes a sus esposos, padres o hermanos.
Carmen Martín Gaite, haciendo gala de una encomiable erudición y de una prosa clara, utilizó amplias fuentes literarias y también documentación histórica como diarios de viajes, de fechas que se extienden en un rango dilatado que va desde el Siglo de Oro hasta el pre Romanticismo, para ilustrar cómo, en la segunda mitad del siglo XVIII, se puso en boga entre las señoras de la élite de España, la figura del «cortejo», palabra que en la época tenía una doble connotación: como verbo, describiendo toda la actividad de galantería, adulación de la belleza de la dama, regalos y similares que permitía que un caballero soltero, pudiera ocupar el puesto privilegiado de mejor amigo y confidente de la señora casada, lo cual lo premiaba con la posibilidad de tener acceso a su casa, conversar con ella a solas y escoltarla en público; y como sustantivo, dándole el nombre de «cortejo» al caballero que lograba el status arriba mencionado.
Tal como Martín Gaite ampliamente explica, el asunto tuvo diversas connotaciones de importancia sociológica, no solamente porque generó choques con la fuerte corriente tradicionalista y moralizante, sino porque también puso en evidencia otros problemas más profundos de la sociedad española, como la hipocresía de las élites que tomaban la actitud de calificar a todas las relaciones de «cortejo» como simples amores platónicos, cuando muchas veces eran consumados adulterios, pese a que no era extraño que el «cortejo» mostrara una apariencia afeminada, todo lo cual ocurría incluso a veces con la participación o patrocinio del clero y cuando la Inquisición miraba para otro lado.
En cuanto a la condición de la mujer española, el ensayo contiene una muy valiosa exposición sobre las consecuencias patéticas de los siglos de encierro, sin libertad para nada, excluidas de los placeres de la vida y de la simple convivencia, lo cual dio como consecuencia que, apenas cobraron una cierta libertad para salir y participar en algún nivel de vida social, carecían de la más mínima educación en temas de peso intelectual y –salvo honrosas excepciones— dedicaban gran parte del tiempo a dilapidar haciendas y a hablar de las modas de peinados, telas y zapatos y de las técnicas de baile de contradanzas o del lenguaje galante implícito en el uso del abanico, la manera de mirar y la colocación con maquillaje de lunares falsos.
Por esta vía el modelo de mujer «moderna» del dieciocho, en el contexto de España, aportó mucho a la construcción del estereotipo de la mujer como persona vacía, sin mucho fuste, solamente atenta de su belleza, a quien difícilmente se le podía encargar la atención de alguna tarea o causa importante para la cual se requiriera madurez y capacidad intelectual.
En fin, no pretendo resumir el ensayo. Evidentemente lo mejor es leer a Carmen Martín Gaite. Un buen lector podrá encontrar claves importantes que quizás podrían aportar al entendimiento de eventos futuros, tales como el libertinaje que se le atribuye a la conducta de la italiana María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, y por ese motivo encumbrada como Reina de España o asuntos como algún posible fermento del odio visceral que el pueblo llano de Madrid, exhibió contra «el francés» y los españoles extranjerizantes «afrancesados», durante la invasión napoleónica de 1808, ambas situaciones perfectamente pintadas… y vividas por Goya.
Ahora bien, lo que sí me interesa resaltar de esta relectura es algo que a lo mejor no anticipó la propia autora y es el hecho de que, muy probablemente, muchos de los patrones sociales reseñados en su ensayo, también pudieron tener repercusión en las sociedades de las colonias españolas de América.
Mientras los expertos se ocupan de la proposición hipotética anterior (o quizás ya lo hicieron), yo sí quisiera comentar que, en muchos de los pasajes del ensayo de Carmen Martín Gaite, al menos veo trazas que no creo que sean tan casuales, relacionadas con algunos patrones de conducta que he visto en Panamá, desde las décadas de los años ochenta y noventa del siglo XX y que podrían ser indicativos de la presencia silenciosa de influencias castellanas tan lejanas como del siglo XVIII. Veamos algunos ejemplos de lo que digo.
Citando a Fray Luis de León como referencia, la autora destaca que la mujer española del dieciocho le interesa vestirse y mostrar lo que nunca fue visto, preferiblemente traído del extranjero, «… y todo nuevo y todo reciente, y todo de ayer, para vestirlo hoy y arrojarlo mañana.» Y hablando específicamente sobre los abanicos, quizás el artículo más consumido, se afirma que ninguna señora que se respetaba tenía pocos abanicos, «… y se consideraba desdoro no estrenar uno nuevo si había que acudir a alguna ceremonia donde se pretendiese lucir.» Se trata de un medio social donde la apariencia y el dinero reina, compitiendo con los títulos nobiliarios. «Pocos siglos –escribe Carmen Martín Gaite— como el XVIII se habrán comportado como si el hábito hiciera al monje».
La similitud con el Panamá actual y de hace unas décadas es evidente y no solo en las mujeres. Podemos verlo en la supuesta necesidad que muchos tienen de comprar bienes en Internet, no solamente por el precio, sino en búsqueda de poder lucir objetos que presuntamente nadie tiene en Panamá o también en el esquema mental de la chica de provincia que aspira a tener un ajuar completo, totalmente nuevo, para lucir en las fiestas patronales, el carnaval o la feria anual.
Carmen Martín Gaite hace referencia al dilema de los esposos que tenían que mantener el costoso tren de vida de modas y culto a la belleza de la mujer de alta sociedad del dieciocho español. Y en esa línea se menciona el miedo a parecer miserables que asaltaba a los esposos si su mujer no podía exhibir el estilo de vida al cual aspiraba.
En Panamá he visto lo mismo. Como en todo no podemos generalizar, pero es un hecho que muchos señores «de bien» miden su éxito comparando el nivel de gastos superfluos que le pueden conceder a sus esposas, por ejemplo, con el auto que le compran. En el siglo pasado era con modelos largos y de ocho cilindros con marcas de Estados Unidos, hoy son camionetas de marcas europeas. Antes (y todavía un poco) viajes de compras a Miami, hoy el clásico tour de rumba a Estambul y siempre con miríadas de fotos en redes sociales, porque si la gente no se entera, entonces no tiene sentido.
El joven galán soltero vacío de fondo, pero experto en las formas, las cuales ha aprendido en viajes, tiene presencia importante en el ensayo comentado. De hecho, era un buen candidato para «cortejo» en el dieciocho español. Carmen Martín Gaite reseña la actividad de este tipo de jóvenes varones de la aristocracia que tenían los recursos para recorrer países extranjeros, pero que no aprendían nada en ellos, no estudiaban y solamente sacaban en limpio la importación a Madrid de modas tontas y el uso de galicismos en el lenguaje, para mostrar sofisticación y vivir de la apariencia. Por una derivación burlesca del francés, sus críticos los llamaban «petimetres».
Sobre los temas de que hablaban estos galanes con sus damas casadas cortejadas, la autora nos dice: «el repertorio de la conversación no debía ser, en realidad, muy variado, reduciéndose a gastronomía, peinados, coches y modales refinados que convenía adoptar para mejor brillar en los salones». Guardando las diferencias de época, es un hecho que ese tipo de personajes ha existido en Panamá en el siglo pasado y aún hoy. Los anglicismos reemplazan a los galicismos, pero el personaje navega por estas aguas y también encuentra su público. No por casualidad el cantautor panameño Rubén Blades, en un clásico de la música salsa, se ha referido al «muchacho plástico… con la peinilla en la mano y cara de yo no fui… de los que por tema de conversación discuten qué marca de carro es mejor». Sujetos que orbitan dentro del universo dominado por esos que hoy llaman «pijos» en Madrid y «ye-yes» en Panamá.
¿Cómo encajaba toda esta moda del «cortejo» con la práctica del catolicismo de fuertes raíces en la sociedad española? Asunto interesante, sobre todo en los casos donde el juego del «cortejo» ya había pasado claramente al nivel del adulterio, lo cual no era siempre.
Comenta la autora que las mujeres españolas del siglo XVIII, en especial las de clase alta, tenían una forma particular de interpretar la religión y cita a un viajero francés de 1788, que dice que las mujeres españolas «concilian el desarreglo, por lo menos aparente, de las costumbres con la observancia escrupulosa de los deberes religiosos, e incluso con las ñoñerías de la superstición. En muchos países estos excesos se suceden alternativamente. En España son simultáneos». Y más adelante agrega:
«¡Cuántas mujeres, entregadas a un vínculo reñido con su deberes, se rodean de reliquias, se forran de escapularios!». Es decir: quizás para disimular el escándalo, quizás por complejos de conciencia, el adulterio se compensaba con una afanosa religiosidad de forma y apariencia.
El Panamá que yo he vivido es un territorio pletórico de esta hipocresía de sacristía y confesionario. En el caso de hombres y mujeres por igual. Mientras que la moral católica se proclama como arquetipo oficial, desde siempre el adulterio funciona y se acepta, en muchos casos abiertamente. No se trata de estar dando lecciones de moral, pero sí resaltar que es bastante común entre los católicos, que se viva de una forma diferente a lo que se representa en las idílicas escenas familiares de domingos de misa. Quizás el reconocimiento general de esta realidad y el interés de buscar alguna alternativa, está detrás del auge que en décadas recientes están teniendo las iglesias evangélicas en Panamá y del cada vez más extendido agnosticismo operativo de un sector importante de la población.
En esto de la religiosidad de vitrina, Carmen Martín Gaite comenta el asunto del uso de las fiestas religiosas como escenario de encuentros más profanos. Transcribo la cita de otro viajero extranjero en la España de Carlos III: «La Semana Santa es el carnaval femenino propiamente dicho. Bajo la máscara de la religión, la coquetería tiene campo libre. El Jueves y Viernes Santo todo el mundo se echa a la calle a pie, a caballo o en litera… Son días para reafirmar relaciones ya existentes o para entablar otras nuevas». Mucho de ese panorama se vive hoy en la Semana Santa de Panamá.
De hecho, puedo decir que en la península de Azuero he sido testigo de ello. La noche del Viernes Santo años atrás era paradigmática en La Villa de Los Santos, población muy colonial de provincia, con una Iglesia y retablos típicamente españoles del siglo XVIII. Supongo que hoy será igual o muy parecido a lo que presencié en varias ocasiones, a saber:
Durante la parte final de la procesión de Viernes Santo, el anda pesada del Santo Sepulcro va cargada a hombros de hombres recios que muestran su fe de esa manera, caminando tres pasos hacia adelante, dos hacia atrás. La población de fieles con caras sobrias va haciendo calle de honor, vestidos con sus mejores galas, socializando en el parque al lado de la Iglesia, los niños disfrutando de golosinas. Las señoras mayores comentan sobre la decoración del trono religioso, lo comparan con el de años anteriores o si es mejor o peor que el de algún otro pueblo.
Cuando el anda va llegando al atrio, cerca de media noche, frente a la entrada principal de la Iglesia, se pueden ver, entre la multitud, muchas chicas jóvenes en mini faldas o en jeans ajustados, con zapatos altos, maquilladas y peinadas de forma muy atractiva y muchachos bien plantados también vestidos a la moda.
Poco antes de entrar el anda a la Iglesia, se canta un himno religioso ancestral y a las doce de media noche se abre una especie de canasta que pende de unos cables arriba en la calle, de la cual salen una serie de palomas blancas. Las damas y señoras suspiran y observan dónde se posan las palomas, lo cual puede significar algún mensaje divino. El anda ingresa a la Iglesia, concluye la función, se acaba la prohibición de venta de bebidas alcohólicas. Empieza el Sábado de Gloria y muchas de las sexys y latinas jóvenes panameñas y sus amigos, se trasladan a los bailes y discotecas donde la rumba sigue hasta el amanecer.
Estos paralelismos ilustran que en mi lectura del ensayo de Carmen Martín Gaite creo haber encontrado, como antes dije, rasgos culturales que todavía existen en Panamá y que, a su modo, es verosímil pensar que se encuentren en las demás ex colonias españolas de América. Al fin y al cabo, en el siglo XVIII todos éramos parte de la misma entidad política. Carlos III no solo fue, como dice el estribillo que se repite hasta el aburrimiento, «el mejor Alcalde de Madrid», sino que también era el Rey y máxima autoridad en Valparaíso, La Habana, Mendoza, Acapulco, La Villa de Los Santos, Popayán, Arequipa, Santa Cruz de la Sierra, Cartago en Costa Rica, Quito y las demás posesiones españolas.
Las élites de las colonias importaban las formas y modas de Madrid, Cádiz y Sevilla. El intercambio epistolar, de cargas y pasajeros vía marítima era abundante. Para muestra un botón: como cuenta Gerhard Masur, en la primavera peninsular de 1799, con dieciséis años, el joven Simón Bolívar, miembro de la élite de Caracas, llegó a Madrid, enviado por su familia, al cuidado de protectores bien conectados. Se apostaba a que buscara su vida en la Corte, en la capital del imperio. Gracias a sus primeros contactos, en su vida social en Madrid hasta interactuó con el Príncipe de Asturias, futuro Fernando VII, a quien combatió años después. Así funcionaban las élites. Así se trasvasaban las costumbres desde Madrid al resto de los territorios.
En definitiva, el ensayo de Carmen Martín Gaite me ha puesto a pensar que quizás en Panamá estamos subestimando la importancia actual de patrones culturales españoles y coloniales. Es verdad que el impacto cultural de Estados Unidos en Panamá ha sido grande, pero las raíces españolas parecen estar mucho más presentes que lo que nosotros mismos creemos conocer.
El autor es Abogado Independiente en Panamá,
Fue Viceministro de Finanzas y Jefe de la
Administración Tributaria de su país.