Verla trabajar de cerca fue revelador: disciplinada, enfocada, entregada en cuerpo y alma a cada nota. Nunca quiso cantar doblando; para ella, el directo era sagrado. Su energía era la de una artista incansable, una profesional que no conocía el cansancio ni las medias tintas.
Celia Cruz no solo mantuvo viva la esencia de su país en cada interpretación; también les regaló alegría a millones de seres humanos. Sus canciones resonaron en fiestas familiares, en clubes nocturnos, en conciertos multitudinarios, en discos que viajaron en maletas de emigrantes, en radios encendidas en cualquier esquina de América Latina y en la televisión que la convirtió en una presencia habitual.
Era una fábrica de luz. Su música tenía el poder de transformar el ánimo, de levantar el espíritu y de recordarnos que la vida, incluso en los momentos más duros, merece bailarse.
La historia, le guste a quien le guste, la recogió; y la seguirá recogiendo. Libros, biografías, ensayos, tesis universitarias y artículos continúan escribiéndose en su memoria. Cada generación la redescubre, cada músico la reverencia, cada cubano en el exilio la siente como una madre simbólica, una representación de lo que fuimos y de lo que seguimos siendo en la distancia.
Según recoge el Diario Las Américas, Celia Cruz también cargó un dolor profundo, el de no poder regresar a Cuba. Muchos conocen ese sufrimiento, pero solo ella llevó a su tumba la intensidad real de ese amor truncado. Su país vivía en sus recuerdos, en su acento, en sus pregones, en su música. Cuba viajaba con ella en cada escenario, aun cuando el suelo de la Isla le estaba prohibido.
Hoy, tantos años después de su partida física, Celia sigue presente. Sigue siendo reina. Sigue siendo Cuba. Sigue siendo alegría.
Porque si algo dejó claro la vida de Celia Cruz es que las estrellas verdaderas no mueren: continúan iluminando desde lo alto, guiando a quienes seguimos creyendo en el poder de la música y en la belleza de las raíces que jamás se olvidan.