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Don Antonio Machado. Amores y destinos (Capítulo 2)

Antonio Machado. | Flickr

La caña dulce

No recuerdo bien en qué época del año se acostumbra en Sevilla a comprar a los niños cañas de azúcar, cañas dulces, que dicen mis paisanos. Mas si recuerdo que, siendo yo niño, a mis seis o seis o siete años, estábame una mañana de sol sentado, en compañía de  mi abuela en un banco de la plaza de la Magdalena, y que tenía una caña dulce en la mano. No lejos de nosotros pasaba otro niño con su madre. Llevaba también una caña de azúcar. Yo pensaba: “la mía es mucho mayor”. Recuerdo bien cuán seguro estaba yo de esto. Sin embargo, pregunté a mi abuela: “¿No es verdad que mi caña es mayor que la de este niño? Yo no dudaba de una contestación afirmativa. Pero mi abuela no tardó en responder con un acento de verdad y de cariño que no olvidaré nunca: “Al contrario, hijo mío, la de ese niño es mucho mayor que la tuya”… Parece imposible que este trivial suceso haya tenido tanta influencia en mi vida. Todo lo que soy, bueno y malo,, cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso lo debo al recuerdo de mi caña dulce.

Quien así habla hoy desde mi pluma es don Antonio Machado, que quiere enseñarnos humildad en medio de tanta altanería. Porque todo lo que es el ser humano, bueno y malo, se debe a la justa valoración de sus medidas.

Seguramente el niño Antonio, cuando llegó a Madrid para estudiar su bachillerato en el Instituto Libre de Enseñanza, llevaba su caña dulce en la mano. Por cierto, que aquel mismo año nacía Ortega y, el ambiente devoto de Frascuelo y de María, giraba entre zarzuelas y toros, el socialismo de Pablo Iglesias y el fino guante de los aristócratas. En el Madrid del asombrado Antoñito vive gente animada y divertida, sin grandes inquietudes, distinguida en sus modales y vulgar, a veces, en sus aficiones.

Cuando el primer atrevimiento en la inicial complicidad amorosa, llevaba Antonio su caña dulce en la mano. Al hacer traducciones en Paris, al aspirar a una cátedra de Instituto, al ver el Duero llevarse el amor en sus espejos, al asomarse a la orilla de cada papel que le esperaba… don Antonio, como un cirio, llevaba su caña dulce en la mano.

Estoy seguro que al poeta le vino la humildad por no haber soltado la lumbre de su caña. De ahí, ese respeto contagioso para el que no sabía, esa obsesión de no llevar equipaje y la púdica pasión aguantada de sus últimos años.

Con motivo del homenaje a don Antonio Pérez de la Mata, en Soria, Machado pronunció un discurso. En la palabra, la memoria velada de su caña dulce: “Aprended a distinguir los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces. Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado puede ser un sabio, un héroe o un santo; el birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil”.

La Plaza de la Magdalena conserva todavía algunos bancos en los que cuesta trabajo hablar por los ruidos. La Plaza de la Magdalena mantiene un cierto perfume de naranjos ocultos, y recodos, donde venden pañuelos de papel los marginados. Pero ni rastro de la caña dulce. Los niños de ahora llevan en sus manos los últimos inventos y difícilmente los padres achican su codicia. Nadie que les diga: “Tu caña es más pequeña, pero tiene estatura suficiente como para tapar los malos aires de la vida. También es pequeña la semilla de mostaza y, cuando el arbusto crece, cobija a una muchedumbre de pájaros que vuelan.

En los bancos de la Plaza de la Magdalena hay viejos sentados al sol  –al mismo sol que fue testigo de las comparaciones. Me acerqué esa mañana al que vi más solitario sin poder evitar la referencia a la anécdota machadiana. Media hora tal vez de conversación y de recuerdos: toda su vida había tocado aquel hombre el acordeón en no sé cuántas ferias, en no sé qué otras plazas. Al despedirme, me dio su mano y sentí en el apretón de músico una fuerza, una caña dulce más grande que la mía.

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